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martes, 13 de abril de 2021

La vista de Delft. Trece de abril.

Destronada por la fotografía, la pintura ha perdido su aura de arte que acaso revele el alma. La pretensión realista de la época finge que es posible contemplar lo que ocurre sin ningún tipo de filtro en la mirada. Somos más simples que en otras épocas, nos parece que la realidad puede ser llana y unívoca. El lienzo nos resulta más engañoso que el cristal o los paneles, y la pasta que acaricia el pincel mas lejana que las pantallas. Pude ser así a veces. El riesgo está en que parecemos confundir jovialmente la precisión con la verdad. Y una de las misiones del arte es mostrarnos que no es así en absoluto. Los juegos compositivos de Velázquez (como los de espejos de Cervantes en su novela del caballero que confunde el escritor que la traduce de un papel encontrado), la luz trascendente de Caravaggio que oculta lo que no sabemos, el brillo esquivo en las aguas de Monet, las pesadillas de Goya... En fin, un muestrario de maestros que tratan de explicarnos que la vida es mucho más que lo que nos pasa.

Soy un aficionado al arte sin erudición ni un gusto especialmente refinado. Supongo que me dejo arrastrar por el paso de la historia y de las opiniones de autoridad acerca de los grandes pintores. Sin embargo, hay admiraciones que sobrepasan cualquier esquema previo. Yo siento devoción por Vermeer, como otros la sienten por Faulkner. Su uso de la luz trasciende cualquier escena cotidiana para borrar la distancia con el contemplador. La delicadeza, el uso sutil de las formas parece un intento meritorio de recrear el mundo. Sin embargo, cuando veo muchos de sus cuadros, creo que pinta un mundo como el que debiera ser, no el que existe. Y a uno le apetecería vivir en él.

Debo mi admiración más rendida a una obra modesta e inigualable; una pintura por encargo de su pueblo natal, Delft.



No sabría decir que es lo que más me gusta de él, supongo que es la combinación sabia de todo. La luz de un cielo como el de cualquier tarde tranquila, las apacibles nubes, el agua calma y sus sombras, las figuras en el primer plano que sugieren espectadores dentro del cuadro, que se asoman a nuestra tarde como nosotros nos asomamos a la suya. Quizá los edificios hermosos y modestos, el puente robusto y los barcos oscilando suaves. Después de un ratito, llevado de la paz del cuadro, que existe en un mundo mejor para hacer mejor este, no queda gran impresión o arrebato, solo una sensación cálida de dulce sosiego. Y es entonces cuando entiendes que Vermeer ha conseguido que miremos toda su ciudad sin fijarnos en nada y captándolo todo.

Aquí, la vista que aparece no es tan hermosa, pero la real puede serlo. Solo haría falta la mano del artista. La luz decae en el atardecer umbrío, el río arrastra los despojos de los afanes diarios y la brisa acaricia el camino al mar. Las nubes están quietas en un lienzo oscuro y nacen de los rincones susurros agotados, rumbo a una eternidad de olvido. El último brillo del sol se refleja líquido y vivo como la miel sobre los cristales de los edificios y un silencio envuelve las meditaciones de los que vuelven a casa, fragmentando la mirada en la urgencia del segundo, pidiendo un respiro, un bálsamo que cure este ardor, un lienzo donde la luz no se escapa, un soplo en el corazón que aún aletea, una ciudad como la Delft de Vermeer donde la verdad aún reina y donde la belleza se abre paso sin imposturas. En ese rincón gozoso y claro del alma humana que existe desde hace más de tres siglos y ya para siempre. 

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