Llega un momento en el que uno acarrea el agua de sus experiencias al molino de sus preocupaciones recurrentes. He estado leyendo últimamente acerca de experimentos totalitarios e individuos demasiado mortales tratando de domar los organismos de poder y no desplomarse de las cimas de sus peligrosos riscos. No son lecturas edificantes. Tratan de miríadas de víctimas que pudieron ser verdugos y verdugos que sintieron el soplo del poder omnímodo sobre sus mundos... los dirigentes que trataban de evitar el poder de otros aún más temibles.
Sorprende la atmósfera constante de miedo, susurros, delaciones que trataban de evitar denuncias preventivas, el ambiente cerrado y sombrío. Miedo y resentimiento en espiral incontenible. Pero no quería escribir unos pocos párrafos de la hipertrofia del Estado sino de la similitud (básica y difusa, pero esencial) de la condición humana bajo presiones enormes y bajo incentivos en apariencia más benévolos. De aquellos que se conjuntan en una masa sensible de fuerza y coerción mutuas para la gloria de elegidos que siempre están en el cascarón, nunca exiliados de su calor. De los que sienten en grado máximo la seducción de las formas, el canto de sirenas de formar parte de un edificio que se levanta hacia el cielo sobre la voluntad dúctil de los partidarios.
Vivimos en sociedades de creencias fuertes y débiles, Las débiles pertenecen a los asuntos no asfixiados por la tiranía de quienes presionan activamente para su cambio; las fuertes son impuestas por el poder establecido, el que puede cobrarse sus represalias cuando sus designios no son aceptados sin contemplaciones. Sobre esas estructuras de poder se forja el paisaje moral que habitamos. Y me parece que ese paisaje apenas se podría mantener sin apparatchikis. Ya sabéis, podemos ampliar la definición de aquellos funcionarios soviéticos que trabajaban para mantener la Revolución (lo que es lo mismo, para fosilizarla) a muchos de los que pelean hoy por un lugar más soleado en el rincón en el que nos toca pelear.
Como Nietzsche, piensan que las convicciones son cárceles. Aguzan su fino oído a los cambios en la atmósfera de los que mandan, aunque sean superiores inmediatos sin demasiada potestad. Se desembarazan de obstáculos en la escalada. Ansían el poder como una gema escondida y una palabra sagrada. Detectan herejías y desviaciones. Su ortodoxia es a la vez implacable y abierta. Nos parece que serían capaces de contradecir con su hoy todo su ayer. El peligro de la flexibilidad máxima sobre todo lo acontecido es el riesgo de la humillación propia y ajena: cuando el poder impone una nueva verdad, haberla defendido demasiado ofrece un flanco al peligro. Y no hay espectáculo más denigrante que los que humillan y se humillan porque la verdad de ayer es la traición de hoy. De nuevo, las consecuencias no son las mismas, afortunadamente, pero el paisaje humano es muy similar. Zeligs, como en la película de Woody Allen tratando de aprender a mimetizarse en una masa informe que avanza en la dirección sinuosa que una minoría temible designa a su conveniencia. Marea gregaria que pelea en las sombras por un escalón más. Soldados evitables de tentaciones del absoluto.
Conjeturo que el totalitarismo se establece cuando la maleabilidad del individuo es tan acusada que éste deja de serlo. El mal acaso es la desaparición consciente y temerosa de esa verdad profunda que permanece a través del inevitable devenir, la desaparición de la tenue llama que resume nuestro misterio; el enigma que, después de todo, aún somos, aún podemos ser. La muerte consciente de nuestra mejor luz, sacrificada. Y también especulo con la presencia de ámbitos mínimos autoritarios que funcionan igual, solo menos terribles por menos fuertes. La tentación dictatorial del miedo, el rencor y la inseguridad de los carismas y egos grandes encapsulados en personajes pequeños. La tentación del dominio y el silencio opresivo que extiende, desde las grandes llanuras llenas de barracones a los ámbitos íntimos de ciudades que se dicen libres. Sin ánimo de comparar su escala de sufrimiento, por descontado, sí su maldad inicial.
La noche cae sobre una ciudad tranquila. Hay miedo y tensión por lo que puede traer mañana y muchos tratan de aferrarse a algo que parezca más estable y duradero, subir a una atalaya de dominio, como si las olas del azar nunca hubieran tirado esos edificios. Los gestores del aparato que los domina sin mostrar amabilidad hacia sus esfuerzos, los individuos que anhelan disolverse en estructuras que los acojan, arcos formados de tiempo y mando que los protegen de los embates de la necesidad y la casualidad, que nunca anuncian por donde golpearán. Ajenos a todo, las aves duermen o rasgan el lienzo de la noche, luces difusas se reflejan proteicas sobre el fulgor del río y los paneles de los edificios. La brisa camina hacia el puerto y el mañana espera, intranquilo acerca del relato que le vestirá para acomodar su verdad a una masa que duerme hoy, mientras la luna riela.
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