Sin pensar mucho, porque no lo sabía, se acostumbró a la presencia cada mañana, junto con la luz de la primera aurora. Estaba allí cada vez que el alba paseaba por su mesilla y su espejo, su pared y el umbral. Se desperezaba lentamente. Sentía el hormigueo de las extremidades al desperezarse, la vuelta misteriosa del reino oscuro y, mientras su cuello estiraba después de dormir de lado, las memorias y los reencuentros del corazón volvían a ella. Cada despertar es un milagro, porque devuelve el color, el sabor, la esencia de las cosas a un mundo nuevo. Por eso la claridad es el don que viene del cielo. Sabía que la presencia que sentía desde el despertar hasta la noche temprana del invierno era neutra. No hay ángeles ni presencias malignas. Era, es, una forma de ver, acaso desde fuera, que la veía y la velaba, indiferente, hasta el día en que ella no estuviera ya más. Entonces, se iría, disolvería, formaría otra alianza. O desaparecería.
Pasó las tardes declinantes del invierno en aquella habitación. Veía madurar las hojas hasta encogerse y caer en hélices minuciosas y lentas. Leía libros y se quedaba mirando horas, hacia dentro como hacen las personas con miedo o con esperanza. Musitaba palabras para su compañía, deseando que las guardara para cuando su olvido hubiera erodado todos los significados. Paseaba sobre las baldosas como si levitara, sin hacer ruido, otra breve presencia en un silencio extenso y blanco. A veces salía a pasear al pasillo, o se animaba a sentir la brisa fresca junto con la caricia leve de un sol de invierno tras las nubes. Y seguía a su lado, como un soplo sutil que avivara y recogiera sus secretos, el anhelo, la ausencia. Y le entregó todo. Fue entonces cuando creía que la luna escondida del cielo la visitaba durante sus horas de luz, sabia, poderosa, misteriosa y pura. Hoy aún sigue creyéndolo.
Nuevas mañanas y noches sucedieron su dominio y llegó la hora de partir. Miró la luz: su refulgir pareció más brillante un segundo, cegándola de su fulgor de alba. Recogió sus cosas; ligera de equipaje echó un último vistazo a la habitación de ahora que ya se convertía en entonces. Un escalofrío bajó por su espalda al sentir el soplo de la presencia que decía adiós, sin terquedad ni sentimentalismo. Y cuando cerró la puerta, se sintió sola y libre.
Las noches llegan pronto estos días. Veo la luna casi llena reinar tras las nubes, dando su luz precaria a la oscuridad cansada. Rumores llegan del centro, donde el ajetreo de la masa es atenuado por el vaivén del agua, siempre pausada y nunca quieta. Oí esta historia hace un rato, mientras caminaba por una playa sobre la que golpeaba una llovizna gris y constante. Las luces de los edificios se irán apagando. Todos seguimos buscando alguien con quien hablar, el rayo de luna que ilumine un instante la bruma de la soledad. Unos gritos resuenan contra los muros que llevan a la carretera donde los autobuses y los taxis y los ciclistas de reparto son destellos y ancla. La quietud tras las nubes invita al reposo. Otra luz espera, preñada de otro afán. Hay tantas auroras que aún no han despuntado.
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