Va siendo hora de volver. A casa, a mi otra casa, a un lugar más allá del mar. Adiós a todo eso, feliz reencuentro con aquello. Hay algo feliz en despojarse de rastros, en lugar de acumular jirones de identidad asfixiantes. Es hora de partir; viene a decir que es hora de culminar una cuenta que se acaba.
Creo que a todos nos pasa, acumulamos lugares, personas, momentos en los que dejamos un rastro, a veces una mancha, ay. Luego, el tiempo fermenta las sensaciones y las da a florecer o marchita el futuro incierto hasta que nos alcanza. Parece que pronto todo se olvida. A la vez, todo se queda en los afluentes de la memoria, dormitando, pero presentes. Nadie puede arrebatarte lo que has vivido. Y eso, como todo, nada vale. Puede ser la mayor bendición o la maldición más siniestra.
No me gustan las cuentas atrás. Me resulta más evidente incluso lo precario del tiempo, cuán rápido huye y mi incapacidad de sostenerlo. Sólo queda esperar que en el futuro germine y el hoy haga un mañana, si existe, mejor cuando llegue su hoy, y un recuerdo amable. Lo demás es silencio.
Hoy, el día de ilusión, la niebla difumina las torres y los árboles, los paseantes no saben quiénes son y los muros son blandos. Todos andamos inmersos en la bruma, esperando la llegada de la luz y la inocencia que nos permitan seguir leves, como dentro de un sueño.
Lo que te otorgará el instante, la eternidad no sabrá dártelo, dijo alguien. Eso también pasará. Pero aún no ha llegado.
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