Me figuro que siempre ha sido así. Quien tiene una voz más potente, un pedestal más alto, más gente alrededor...trata de extenderla a los que le rodean, uniéndolos en lazos irrompibles. Es un problema, claro: si la masa no tendiera a la igualación de sus miembros más estúpidos el concepto demagogia no tendría ningún sentido.
Quiero decir, no me angustia en absoluto vivir en un mundo hiperconectado donde abundan influencers, portavoces, activistas,representantes, agitadores de conciencia. Me preocupa que parezca haber tanta gente deseosa de ser influida, movida, agitada, voluble en sus puntos de vista, ávida de ser parte de la mayoría del momento presente. Así suele morir la libertad personal, en la inundación de la virtud pública, agresiva, usurpadora de las voces en un trueno arrasador.
Qué se le va a hacer. Vivimos en una era dorada de los eslóganes. Supongo que hasta cierto punto son necesarios, siendo animales ultrasociales. El asunto, me parece, es que esconderse en la voz de otro permite evitar cualquier decisión, la iniciativa y ser arrastrados como hojas al viento, con miedo a la libertad y levedad del ser. Pero hacerse responsable de los propios actos es un privilegio que no debemos olvidar. Ha costado mucho, y a muchos, llegar a conseguir ser presos de nuestra libertad.
La tarde viene con nubes extensas suaves. Se extienden sobre la ciudad hasta donde alcanza la vista. Son la cúpula puntual donde los susurros de las libertades de los que caminamos insignificantes se unen a la luz, el zurear de las aves, la caricia del viento, ahogando a los portavoces de nada, de la nada, en una armonía apenas inaudible, pero que va conmigo. Mi corazón la lleva.
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