Hay un pasaje en Guerra y Paz que siempre me resulta especialmente estremecedor. Uno de los personajes ha acudido a batalla con ardor heroico y candidez. Siente el nerviosismo del inicio, el estruendo y la furia, pero parece ver todo desde fuera de sí mismo, como un personaje de Homero. Sin embargo, cuando ve al enemigo cargar contra su posición, el odio en los rostros enemigos lo conmociona: por qué me odian, si nunca he sido malo con nadie, mi familia me quiere, no he dado motivos... En ese momento, deja de ser un tercero que ve la perspectiva de la batalla desde un punto de vista superior y ajeno para desembocar en el terror, el pavor que lucha por la supervivencia contra aquellos que no conoce y que posiblemente no deban morir pero que deben ser odiados y odiar.
Me parece que vivimos una época de abstracciones y desprecios, que en el azar humano vienen a ser lo mismo: simplificar la realidad es mentira y odiar es ignorar la parte que cualquiera tiene de estimable. Nos convencemos de que somos herramientas para un fin superior y perfecto, y esa idea pervierte a quienes la abrazan, me parece. Hemos heredado cosmologías sin reciclar, empequeñeciendo la realidad para que sea asumible por ideas deformadas moldeadas bastamente sobre pensamiento sutil acerca de realidades pasadas. A mi entender, no hay vuelta atrás cuando la realidad es una caricatura para mentirse uno. El problema, obviamente, es que la mentira trata de convencer de que la verdad y la mentira han dejado de ser.
La tarde es dulce y clara, sin nubes. La brisa es cálida y un mar que parece infinito ha modelado la tierra de formas escarpadas y olvido. La historia debiera ser hermosa por lo que borra, dejando tras de sí solo recodos de lo inolvidable. Y el criterio de la verdad debiera ser la vida, no la concordancia lógica (esto es de Unamuno; me parece admirable). El silencio alimenta en esta hora. Unos pasos fatigan el camino entre la tierra salvaje y el sol se esconde lentamente contra un mar iluminado.
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