Todo el mundo debiera tener derecho a vivir la vida que desea, en la sociedad que anhela, de acuerdo a los principios que defiende. Me gustan las frases que parecen fofas de tanta blandura y esconden tanta perversidad.
Es difícil vivir tiempos interesantes donde la opinión está tan devaluada. Somos volubles como siempre y azuzados como nunca por el zumbido de la ansiedad, el parpadeo inconstante del presente, la información antes de ser desbastada que nos aplasta. El ciudadano, hoy, parece ser un esclavo de la ilusión del estímulo y su frustración sabiamente dosificada.
Y que más da, me digo. Trata de ser estoico y apañarte con tus propios problemas. Convive contigo mejor. Planta una semilla hacia el futuro. Aprende a morir, para cuando llegue tu hora.
Y es al fin del tiempo, la suma de todos los instantes la que puede formar la eternidad del presente. La imposible lucidez de su contemplación. Como los momentos los vivimos fragmentados y no los aceptamos más que en virtud de un futuro que nunca existe, nos parecen cortos. Si pudiéramos abrir las puertas de la percepción, se nos aparecerían infinitos. Pero eso exigiría que el deseo se despojara de su relación ficticia con la realidad, la falacia inventada por quienes temen. Pues es el miedo quien asegura que la vida, la sociedad y los principios sean hermosos. Porque borra la mayor parte del cuadro, ignorando la complejidad y nuestra naturaleza breve.
Es por eso que necesitamos los tiempos interesantes. Porque el aburrimiento es deseable para la sociedad pero mortífero para el individuo insignificante que ha de conocer la muerte y desea emoción, pasión, huella en el tiempo. Y por eso el ángel de la historia del que hablaba Walter Benjamin agita con sus alas un tiempo letal. Porque despierta la Historia. Y entonces no hay ya más espacio vital, ni decencia ni orgullo, hasta que los caídos despiertan y gritan en un silencio espeso que ya nunca conmoverá a nadie.
Dundalk pasea bajo nubes rosadas entre campos de flores amarillas.
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