Allí tampoco fue el sitio. Las cancelas oxidadas cedieron con un suave crujido, pero la trampilla detrás de la casa ya había sido desarbolada y los estantes solo goteaban una miel viscosa de un frasco roto. Los peldaños de madera estaban trizados, quizá alguien se había precipitado en el refugio y trato de impedir la huida del propietario. Si es que en estos tiempos la propiedad significa algo. Acometemos a otros, aterramos vidas ajenas, nos quedamos con lo que nos place si no hay alguien más fuerte. El silencio está preñado de susurros fieros y la tensión nos mantiene agazapados, esperando cualquier estallido. Esos arbustos pueden esconder el cuerpo de alguien con quien tratamos. Vivo o muerto, que más da. La vida es un estado simplificado y efímero. Por las noches nos escondemos y tratamos de guardar nuestras espaldas.
No hace mucho tiempo, había quien trató de apañárselas solo. Baldío testimonio. La jauría vence. Nos movemos como bandadas de mal agüero, tratando de sobrevivir en el éxtasis de la destrucción. Supongo que es cierto que todos acabamos con lo que amamos, pero lo contrario es aún más cierto; somos fulminados por lo que deseamos. Puedo imaginar mi final, bajo un sol inclemente. Las nubes pasaran despacio, como aquel día. No había ruido. Me acercaba lentamente a la arena y corriendo sentía el ardor en los pies, subiendo hasta que irrumpí en el mar y la sensación de entrar en un mundo nuevo me olvidó de mí y floté durante esos momentos en la inconsciencia y el abismo. Quizá sea así. Ahora el abismo está cubierto de vegetación umbrosa y escombros.
Desearía arrancar el inmenso cartel barbudo que desvencijado aún cubre el edificio de catorce plantas. No sabía que hay quienes no debieran tocar un arma de fuego.
España, 24 de marzo de 2021.
Y mientras me adentro por vericuetos de humor negro y fantasía apresurada, una nube negra se cierne sobre Dundalk y la vida se va agitando mientras el preludio de la primavera invita a saborear el instante.
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