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lunes, 18 de marzo de 2019

Navigare necesse est. 18 de marzo.



Llamadme M. Hace años que el rumor de la sal me acompaña en los paseos vespertinos. Sentir el crujir de las velas, la madera endurecida que crepita mientras las olas mueren y el salitre en los labios me mantienen cuerdo.

Cuando la vida aguarda con sus facturas y sus fechas; cuando el sol se esconde tras las volutas de humo y los carros marchan con prisa hacia calles que olvido; cada vez que las luces de los faroles se quiebran entre la niebla y el alma se encoge pensando que el tiempo futuro traerá lo mismo que fue ayer; cada vez que la melancolía amenaza con turbar el ánimo y hacer un despojo de los propósitos jurados, vuelvo a los muelles y camino, sin dejar de buscar las novedades que el día traiga, una gaviota en lo alto del mástil fingiéndose capitana del bajel mas imponente, la lluvia finísima abrillantando los ventanales de los cafés donde las familias se exponen, las gentes que burbujean al atardecer. El ruido del cambista, la edición de tarde del diario, el relinchar de un caballo agotado del día, la luna rielando sobre la mar oscura. Son pequeñas recetas contra el hastío y el abandono, el sustitutivo del revolver o la abadía.

A veces, desearía hacer un hato de mis asuntos y posesiones y embarcar con ellas, dejando atrás la certidumbre en pos de una aventura, en busca de un verdadero encuentro. Que habría de encontrar allí, donde fuese, no lo sé. Quizá cíclopes o sirenas, quizá la ira de las aguas y el final sin noticia. Puede que la razón más certera de que vivir no es necesario pero navegar si lo es es la necesidad del movimiento para captar el momento, atrapar todo lo que diferencia esta noche de las otras.

Un bergantín baila ligero al son de la marea. Una goleta, a su lado, duerme plácida y devuelve reflejos de la calle. Los charcos embarrados hacen gritar al cochero mientras yo deseo embarcar, solo por hoy, pero para siempre, en una corbeta sin rumbo cierto, cambiar el alma en una derrota auspiciosa y alejarme, como me alejo del cuadro de John Atkinson Grimshaw queriendo vivir en él y los muelles de Glasgow se convierten en la ría sinuosa y delgada de Dundalk, mientras las chimeneas esparcen su fruto a la noche silente.

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