Me gusta el fútbol. No sé si para mi desgracia. Desde luego, últimamente es difícil recurrir a las tácticas de los viejos tiempos; abstraerse delas abyecciones de sus afueras y admirar la elegancia y la belleza que los cuerpos saben crear. Pero es que eso también se está manufacturando en cadena de montaje.
No es que me hastíe su repetición sin fin de jugadas aisladas para encumbrar figuras de cera. No es su ostentación ni el desprecio al aficionado real en pos de la audiencia planetaria, su anticipación del mundo como supermercado al que vamos raudos. Ni siquiera es su fomento de la industria vulgar del espectáculo. No es su banalidad del mal. Es su banalidad del bien. Me enerva la venta de épica de un puñado de privilegiados.
Cada vez que leo las virtudes de los equipos, como se resisten a la adversidad, su heroísmo, su caminar erguido y difícil cuando todos están contra ellos, las injusticias cometidas y la resignación demostrada, me pregunto si somos idiotas de principio o nos han hecho así. Uno entiende que necesitamos épica en una vida lánguidamente cómoda, nuestro anhelo de héroes. Pero hacer modelos de virtud de deportistas en un cascarón de lujos es un síntoma de mucho de lo mal que funciona en nuestra sociedad. Impostura, jactancia, disfraz. Modelos de comportamiento de diez segundos para fortalecer nuestras conciencias apagadas. No es España, es el mundo, pero es la España de espíritu burlón y de alma quieta, buscando entre las páginas de los diarios deportivos un fulgor perdido mientras se desloman por sacar adelante sus vidas. Benditos sean, pero que despierten pronto o no habrá paz para los ciegos.
Dundalk se extraña de mis líneas. Le digo que he ido a jugar al fútbol y cada vez me hace sentir más viejo. La lluvia repica contra mi ventana y desfigura las luces de las farolas abnegadas que me van robando el mes de abril.
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