La vida es una broma cruel que alguien me ha gastado, escribió el gran Tolstoi en su librito Confesión, que termina con una fábula; un hombre perseguido cae a un abismo pero logra agarrarse a una fragil rama. Mientras oye los crujidos de la rama en la penumbra, siente unas gotas de agua pendiendo de ella, y saca su lengua para sentirlas.
Cómo se llega al abismo, no sabemos. Que nos espera mañana, tampoco. Solo parece persistir un sentido de deriva y pérdida en ocasiones, aunque en otras veamos sentido y el esplendor del momento que se basta a sí mismo.
Leo estos días En la mitad de la vida, de Kieran Setiya (aquí una buena crítica). Es sereno y sosegado, virtudes que se aprecian cada día más, porque hoy es jornada de reflexión y no reflexionamos nunca...pero ese es otro jardín, y no deseo entrar en él. Sí siento que a veces esa deriva no se ha marcado por mi pericia al timón sino por los embates de escollos y la travesura de los vientos, que soplan donde quieren. Una idea se abre camino mientras avanzo en sus páginas y me doy a mi ejemplo. Hay lugares y personas en el pasado que solo son armas en nuestras manos para seguir hiriéndonos. Todo podría haber sido distinto, en general. Saber de que modo es distinto para mí, con cada detalle y cada momento, evita el drama chapucero y gana lucidez para la causa, la causa de tratar de hacer lo mejor de nuestras manos con el tiempo que nos ha sido concedido.
Hay un momento de amor especial a las cosas; creo que no es errado que a veces sea asociado con una comprensión más aguda de la realidad, un éxtasis de los sentidos y una paz que no impone ni huye, se limita a ser.
Son las gotas de agua (o miel, en otras versiones de la fabula rusa). Ese instante de luz, amor, sonrisa y paz cuando las gotas evocan vívidamente cada paso, sensación y detalle del camino, cuando la nada no existe ni tampoco el vacío, la transfiguración del momento en la inmortalidad, solo que breve, la trascendencia de nuestra condición precaria en única e irrepetible, la frescura de las gotas de agua que en cada caída otorgan olas de agrado y descongelan el espíritu, el breve espacio, pero para siempre, en que el sabor de lo que se nos da es suficiente para ignorar el vacío innombrable que se extiende bajo nosotros.
Dundalk despierta bajo un vendaval, pero no me importa. Mi habitación descansa y por hoy, la tormenta puede esperar.
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