Hoy es un día que celebra la vida y la mayoría siente la pulsión de la muerte, como un hastío de la existencia, un ansía de lo auténtico en lo efímero.Nada más lejos de mi intención, y capacidades, que dar una homilía. Creo, sin embargo, que un Lunes de Pascua es una celebración de una vida nueva. La alegría ante la posibilidad de segundas oportunidades, la confianza serena en nuestra propia habilidad para variar nuestros rumbos. Vivir la vida, tan ajena a veces, sobrecogedora, incomprensible, lo único que tenemos.
El celebre poema de Gil de Biedma afirma que envejecer y morir son el único argumento de la obra, no el tamaño del escenario. Ay, sin embargo ni eso nos queda hoy, parece. Hay una fascinación por la destrucción, el afrodisíaco del poder que siega vidas, la llamada a las puertas del cielo con un cuchillo de odio entre los dientes. El latido de la furia que devora con estúpido gozo. Porque la finitud se teme y se aleja, se convierte en un icono pulp y se envuelve en ropajes profundos para agrandar nuestro vacío. Porque nos hemos olvidado que en cada uno yace crucificado un redentor que desea resucitar.
Cuando alguien destroza una vida, despoja el futuro. Cuando alguien llama a la guerra, agita terrones baldíos sobre un campo podrido al que desea arrastrar a los otros. Cuando alguien cede a la pasión ciega del odio, ignora los lazos que lo atan y envuelven a otros en tantos asuntos compartidos; la frustración, la sed, la duda.
Hoy hay un debate electoral en casa. Intento no seguir la campaña para no prestar mi voz a sus espurios deseos. Hay una cosa que creo tener clara, aunque me alegraría equivocarme: todo aquel que desea ignorar o suprimir a otros, no físicamente, por supuesto, sino en su respeto, su dignidad, su derecho, desea vivir la muerte porque no comprende lo que significa la vida.
Dundalk silba su brisa fría contra el cielo que oscurece sus labios en un gesto que ya no volverá.
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