San Agustín refiere la fe como el impulso del niño que trataba de contener todo el agua del mar en el hoyuelo en la arena que había cavado con sus manos. Más allá de la discusión filosófica sobre un Dios creador, el dios de los filósofos o el azar y la nada, vivimos tiempos sin fe. No creo que hayan liberado mucho; desde que no creen en dios, los hombres creen en todo y liberándose de trascendencia, se han entregado a la moda. Y no obstante, creo que la necesidad de formar parte de algo más grande, el relato y la fe en el futuro siguen moviéndonos, porque somos animales de fondo.
El viejo y el mar es una hermosa parábola sobre la fe. Una de las más hermosas es la fe en otros; tener fe en algo puede ser inspirador o aletargar. Tener fe en alguien quema pero acerca al misterio que toda esperanza levanta los gestos de la costumbre y el rito, a los que eleva por encima de su acto. Creer en alguien es persistir en la confianza, querer ver lo mejor de otro. Quizá la única revolución sea la de admitir que todos deberíamos ser considerados por lo mejor que somos capaces de ser.
Santiago, el viejo pescador, lleva más de ochenta días sin pescar un gran pez. Cada día prepara el aparejo, cuida sus redes y sale a la mar, como si hoy fuera todavía. El chico quiere aprender de él, dice que es el mejor pescador de La Habana, lo cuida. Él siente el peso de los años y piensa en los días pasados de grandes capturas y las hazañas del gran Di Maggio. El resto, queda para la fe. Las olas chocan contra el malecón con constancia y ternura. Di Maggio corre y golpea como un héroe. Los dioses modernos del estadio tampoco dejan creer en ellos, venales y mimados por nosotros, que no sabemos ya admirar. Las olas que llegan al puerto de Dublín están cansadas y sombrías. Lucen contra la noche como caricias insípidas contra las frías luces que iluminan un mundo al que parece que no le importaría no saber despertar.
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