Ya sé que lo que todos deseamos es sobrevivir y perdurar un día más, siempre, y que hay veces que hay que aventurar la vida. Esas ocasiones son tan extrañas que frecuentemente se invocan siempre para hacer más presentable el infierno del odio. Pero ya Macbeth exclamó, antes, ay, de olvidarlo, que se atrevía a todo lo que se puede atrever un hombre. Quien se atreve a más, ya no lo es. Nadie hubiera sido capaz de criticar a una familia luchando por su casa , su vida, su pasado, y sin embargo, dijeron no y huyeron. Y las huidas sirven más a veces como ejemplos de verdadera lucha que las carnicerías envueltas en palabras y banderas prostituidas. Lamentablemente, quienes rigen el mundo y su discurso suelen caer en rendidos elogios ante la admiración de la brutalidad, la más cobarde de las pasiones. Ellos no solo desean empuñar un arma, sino ponerlas en las manos de sus vibrantes ejércitos de almas cercenadas. No suelen estar dispuestos a arriesgar para ponerse en primera fila, no obstante.
Hoy vivimos una época de rabia y amargura, de mucha mediocridad. Vencer o tener alegría es sospechoso y hay que fingir la razón a través de la emoción, tan lejana y moldeada que apenas remite a circunstancias personales, sino a agravios contra identidades, convicciones, castillos en el aire y entelequias. Las balas y los morteros siegan carne y no hay manera de abstraer eso. En un mundo donde el poder desea la agitación y propaganda para avivar el odio, la decisión del señor Davies me parece una respuesta adecuadísima a la tiranía que arrastra vidas humanas, la saeva indignatio contra los que inflan conflictos de los que recogerán los relojes y las cadenas de los caídos. Espero no verme nunca en la tesitura y si llega, estar dispuesto a no empuñar un arma porque los caciques quieren que mi muerte defienda sus castillos, temer solo el miedo y odiar solo el odio. Y mira. Si resulta que uno vive unos años menos de odio y mierda, mejor tratar de caer por un hermoso ideal que por la abyección del rencor. Que a los asesinos les aproveche su hora estelar y la mugre que las palabras antes y después de la sangre caliente y pegajosa contamina el aire.
Dublin se apaga cada vez antes mientras avanza el otoño. La vida pasa sorda y en estos tiempos en los que la frustración impone la búsqueda de culpables y tabúes, los perros del odio ladran. El rumor del mar trae canciones y amagos de sueños hacia un mundo desconocido, oscuro y ojalá mejor.
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