Hace unos minutos termino de leer este relato estremecedor, desolador y reconfortante, hermosísimo.
Pessoa escribió que la modernidad había dejado de creer en Dios como nuestros antepasados habían creído: sin saber por qué. A uno no le parece que estar del lado de la mayoría sea reprobable o que los pocos tengas más respuestas o iluminación. Por lo que uno ve, todos estamos ansiosos y perdidos. Antes, la desgracia se rumiaba entre el pequeño mundo que uno habitaba; ahora, es una grieta insignificante entre la brillantina de un mundo inmenso como un océano de olvido. Por eso la ansiedad, por eso nos sentimos tan perdidos a veces. Me doy cuenta mientras escribo de que recurro al truco barato de usar la primera persona del plural para arrastrar al lector a mi estado mental. Me disculpo por ello y lo eximo de cualquier anhelo.
En la novela de Joseph Roth, un hombre modesto vive el silencio de Dios como un susurro cálido y confortable. Da gracias al Altísimo por el sueño, el despertar y el nuevo día. Pasa los días envuelto en la levita de su protección y la sensación arrulladora de un mundo en orden. Mas, como ocurre con Job, la dicha es solo parte de una prueba que necesita más tiempo. Los quebrantos se alzan contra su casa. Trata de rebelarse y avanzar contra la tempestad que Él desencadena. Siente los golpes de la vida como si vinieran del odio de Dios. En su cuerpo encorvado, nacen heridas invisibles que ya no cerrarán. En el viejo judío ha reclamado su trono su majestad el dolor. Y entonces, reniega. Lo hace de la forma en la que solo puede hacerlo el que se ha entregado antes. Todos los que esperaron y no fueron retribuidos por la esperanza, lo que mantuvieron la fe y vieron estatuas de sal en su camino por el desierto. Y el infausto destino se une al despecho contra la fe en una melodía que se arrepiente de su propia existencia. El temor de Dios se convierte en la amargura del día interminable.
Así pasa Mendel Singer sus días, desesperado y deseando, como en el relato bíblico, que desaparezca el día en el que vió la luz. Pasan los meses. Mira el océano y desea poder morir al otro lado, allá donde nació. Y cuando el momento va a seguir a otro momento sin luz ni alegría...el milagro puede llamar a la puerta y el corazón del lector se alegra de que la vida pueda ser satisfecha cuando las causas muestran un recoveco hacia el futuro y los meandros del tiempo se agrandan hacia un futuro más amable. Se siente que el silencio de Dios puede ser indiferencia, libertad o gozo. Quizá algún día sabremos la respuesta.
Uno tampoco puede soslayar el magnífico retrato de la vejez y sus servidumbres, la amargura y el amor sin límite que dan quienes no tienen nada más porque han ido entregando todo. Nosotros también los hemos visto, lentos sobre el torbellino vertiginoso de la vida, en colas del supermercado y en pasillos luminosos, en la calle mirando una luz invisible y en la desolación de su vivir aislados en casas desvalidas. En este tiempo de pesadilla y aire venenoso, hemos sacrificado su debilidad por nuestra inquietud, como antes hemos dispuesto su soledad por nuestra vida de ocio y levedad. Todos los que van a donde yace la noble mayoría, reciben la fría mirada de la minoría de los que deforman las palabras de los muertos en su memoria de los vivos. Cada lugar en donde florece el dolor esconde un suelo sagrado.
Que Dios nos perdone.
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