Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.
Nuestros primeros padres fueron condenados por anhelar el fruto del Árbol de la Ciencia. En el mito se hallan varias ideas de mucho poder y que mueven a la reflexión. Como es lógico, se ha ido enriqueciendo con aportaciones variadas durante milenios. Pero yo carezco de altura para añadir mucho y no me apetece soltar gilipolleces y ocurrencias ahora mismo.
Hoy vivimos en ciudades que crecen en la altura, hay fibra óptica que alivia el tedio y lenitivos para el dolor. Hay un dolor sordo de falta de sentido que se propaga junto con cierta fugacidad insensible de labores y penas, pero podemos elegir un camino más que casi todos los que existieron antes. El yo y su expansión incontrolada auguran y ya donan quebrantos en su adoración estúpida y vivaz, pero nunca fuimos ángeles. Estos días he pensado en una de esas servidumbres del ego, en mi opinión: la fantasía de un orden.
Parece ser que así nos han parido: nuestro cerebro necesita encontrar patrones y aplicarlos. No nos ha ido mal, somos unos animales que han prosperado desde la nada hasta altas cimas de miseria. Pero no todo lo que nos es útil debe ser cierto. La verdad es una delicada relación entro lo que acontece y lo que nos pasa, mientras el tiempo incansable continúa su zapa de días. En esa intersección difusa a veces percibimos destellos y alumbramos un orden, un relato, una cadena causal limpia y firme que une los pedazos rotos. O lo hacía. En un mudo cada vez más traspasado de olvido y mentira, los seres hipersociales que somos necesitamos más que nunca una regla de razones que expliquen la fragmentación del ser en el mercado infinito de una vida desasosegada. Y me temo que preferimos un orden inefable que el sometimiento a un azar despegado de nuestro deseo.
Es algo que creo observar en otros y seguro que a mí me pasa, en los puntos ciegos en los que no puedo tener perspectiva de mí: nos aferramos a un orden, a preceptos escondidos de culpa y redención. Es comprensible: parece ser más consolador pensar que capturar ese arcano podría servir para librarnos del mal, que es más aterrador si viene sin requerir de ninguna falta. El pecado original traslada la respuesta de ese orden que una voluntad mayor conoce para darnos pistas acerca de dónde se encuentra la salvación. El azar no tiene misericordia ni gozo, es una fuerza ciega que encumbra a algunos y siega a otros sin desearlo, tan solo en virtud de su paso. Los animales asustados necesitamos un consuelo y asir un método que nos permita creer que levantaremos de nuestra vida algo más que lo que el destino avente.
No me molesta ese pensamiento y quizá no podemos tener otro. Pero en la época de la razón y el avance, quizá podamos pensar si no atribuimos a ese progreso características mágicas que no provienen de su ámbito, sino de uno muy distinto. Conviene manejar estas creencias con mucho cuidado, porque solo sirven para encontrar la culpa pertinaz que causa un mal que no cesa (ya que nunca cesa), que puede ser descubierto con ritos y obediencia a un orden supremo. Y en esa esperanza, en el fin de los tiempos, encontraremos todas las respuestas. El peaje es elevado, no obstante. Consiste en hacer equivaler desgracia y pecado. En esa llanura desierta y escabrosa que solo ilumina la tormenta, nace una idea perniciosa: el otro es una fuente de peligro y el castigo a su falta también caerá sobre mí. Es el abandono de la humanidad básica de quien quiere superar su propia condición. Pues en las turbas de los que han encontrado la verdad sin dudas y la salvación de toda incertidumbre, hay siempre una sangre más que verter antes de llegar al cielo.
Dublín está silencioso y asustado bajo un velo de nubes oscuras que apenas pueden iluminar los brillos de ayer, ya gastados.
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