He alzado mi puño febril y enajenado.
He descargado la ira sobre el rostro que fue mi único espejo.
Esa cara perdió súbitamente cada surco,
Y quedó en paz, sin rastro de recuerdo ni agonía
Empezando ya a hundirse en un tiempo misterioso
Sin astros que lo ordenen ni voces que lo ignoren.
Y en ese mismo instante, yo aún chapoteaba
En el furor del odio, asfixiado en su garra
Y mis venas ardían y las sienes golpeando advertían
Que ese mar me cubrió para siempre. La quijada cayó, e inerme
Quería sentir culpa y mis ojos no veían más
Que la hierba mecida y la paz de los lagos.
He buscado la culpa y no la encuentro, mas hay fuego
En el bosque y hay un viento que no limpia la sangre
Y los ojos de Abel siguen abiertos y su cuerpo no envejece
Ni su carne se pudre.
Pasan los días como pasan los signos en el cielo. Sentado sobre mi vida
Siento la ausencia, arreando a las bestias apacibles.
Quise vencer pero me acosa su presencia. Deploro el cielo
Y mi Señor se acerca tenebroso a decirme palabras
Que ya no más entiendo.
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