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jueves, 21 de enero de 2021

Yo no vi jugar a Nate Davis. 21/01/21.

 Vivimos tiempos confusos; aunque nunca han sido sencillos. Despojados de héroes, aquellos que han de alzar la antorcha del ejemplo y advertir del precio a pagar para cada opción tomada. Privados de intrahistoria, el hormigueo bullicioso o incesante que las gentes corrientes tejen en una red incesante de afectos, esfuerzos, anhelos y promesas. Sin el fulgor ni la luz tranquila, parecemos chapotear en medio de claroscuros de abismo iluminado por relámpagos, desde donde nada brota ni permanece, solo un blancor fantasmal que se pierde en la sombra del yo y un presente despojado de un hilo que lo sujete desde el pasado y lo lance al futuro.

Sirva esta espontanea digresión para reseñar un documental deportivo. Versa acerca de alguien que pudo reinar y cerca de la cima hizo el movimiento más asombroso de todos: desapareció. Su historia es una mixtura de rueda de la fortuna y trabajo duro, brillo y rutina. Nate Davis pasó por una España que empezaba a disfrutar de un deporte algo más profesionalizado a finales de los setenta. Y dejó huella en comunidades que empezaban a sentir el brillo de la modernidad y sin saberlo quizá, el aliento que niega la inocencia de las comunidades apegadas a ritos cercanos, en los que la trama es robusta y el brillo de lo excepcional vibra sus cercanos hilos. Las imágenes muestran a un grupo de gente admirando limpiamente a otra persona haciendo lo excepcional, viviendo más cerca del cielo. Quizá no fuera tanto así, nunca es tan simple. Pero la madeja que forman los sueños y la materia de esa gente parecía más fuerte entonces. No vi jugar a Nate Davis, por desgracia. No puedo recordar el tiempo de la amabilidad, apenas.

Cuando Davis estaba más cerca de la gloria, se lesionó el cuerpo y se estremeció su alma: su esposa tenía cáncer. Él dejó todo para ayudarla, estar a su lado, hacer todo lo que pudo. Pero a veces nada puede entorpecer lo que ocurre. Y cuando todo había acabado, el volvió a la vida desde las paredes de espejos de la fama, dejando un rastro de humo donde antes hubo vigor, admiración, reflejos brillantes. Hoy es un hombre de más de sesenta años que trabaja como guarda de seguridad. Su voz derrama sensatez y dignidad y sabe que lo que logró quedara con él, aunque muy pocos más lo saben allá donde el se gana su pan con honradez. Pienso que esto ofrece una valiosa parábola: hasta el irritante, el que se inclina sobre su decadencia o el triste, pueden luchar o haber luchado batallas de las que nada sabes. No se trata de perdonarlo todo, sino de no añadir más peso al caminar ajeno y no asumir lo que rebaja. La vida que no vemos es, probablemente, la que quedará en pie cuando nosotros y lo demás ya se haya derrumbado, idos bajo el peso del tiempo.

Yo vi jugar a Nate Davis ofrece además una esperanza remota, la de que la vida, aunque ausente, puede esperarnos. Tal como él se despojó de fama para salir al encuentro de la vida, tal como los que lo alentaron vieron sus comunidades disgregarse y su prosperidad personal alejó la calidez de vida y con la miel ofreció duda, uno desea a veces volverse a donde todo es más claro. Allá los ríos corren libres, el esclavo se ve libre de su amo y aprendemos a saborear el instante. Hacia allá hay que ir, me digo en la ciudad cercada por la enfermedad y las miradas bajas, el pesimismo y la sospecha. Hacia allá, porque donde arraiga el riesgo crece lo que perdura y la luz de la mañana traerá alivio y armonía. Allí viviremos, y creceremos, y olvidaremos...y algún día conoceremos todas las respuestas. Hoy, unas nubes como de gasa ensuciada quiebran la quietud de la noche con un brillo ambiguo que la luna les presta. Es decadente e incierto. No vivimos el más feliz de los tiempos; pero nunca es fácil.



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