Hay un malestar en el estado, la cultura y la vida, que está proveyendo de respuestas erróneas a preguntas pertinentes a este tiempo desquiciado. La insoportable levedad del ser siempre había sido un suspiro del corazón; ya se sabe que los suspiros son porciones del alma que van al aire, donde se pierden. Se nos han prometido dones y lo más importante, pensábamos que alguien recogería lo que los jirones del espíritu van dejando en el camino de la vida para que germinen: un esperanza, un recuerdo, un afecto, el recuerdo de un amor aún posible. Pero a veces parece que la furia y aún peor, el olvido, rigen sobre lo que existe. Y vamos sonámbulos, presos de una desazón que ni siquiera tiene nombre, porque nos han dicho que no existe ni debe existir. Comamos y bebamos, mañana moriremos. Y uno siente que apenas le importa a nadie y que tras su paso solo quedará el nido del viento y la grama esparcida sobre los gratos rincones de ayer.
Antonio Machado acuñó una frase tan hermosa y profunda que parece mentira; "De toda la memoria, solo vale / el don preclaro de evocar los sueños". Faltos de sueños, cansados de la épica que da la voz y la gloria a los otros para coleccionar en nosotros hieles y cicatrices, parecemos escondernos en la calidez calmada del yo. Otro engaño. El ego es un torbellino de sensaciones tiránicas y aspiraciones frustradas que solo desea su expansión, hasta terminar reinando sobre su voraz deseo. Y la concurrencia de esos reyezuelos agrios conlleva el terror. Así que hay que elegir entre ellos y nosotros, lo que promete liberarnos y lo que nos promete aceptar. La mentira nos hace optar por el más equivocado.
Ganivet dijo que el sueño de cada español era poseer una carta foral de un solo artículo, "esta persona está facultada para hacer lo que le dé la gana". Parece que hemos vencido, todos lo han hecho. Hoy siento que el remolino me arrastra de la furia a la tristeza, de la pena al temor, del temor al desprecio y del desprecio al cansancio. Y por encima de todos ellos, la levedad del ser cae como la nieve sobre todas las huellas, todas las marcas y todas las manchas, aliviándome de todos los fallos que cometí y recrudeciendo el fulgor mustio de la apatía. Porque hay un olvido que no tiene prisa. Crece con el ansia de vencer sobre todo que olvida o niega al otro, cuya mano parece ya muy fría, muy lejana y altiva, desconfiadas ambas como para aspirar al verdadero encuentro que quizá nos elevase. El resto es silencio, miedo de perderme en un laberinto de amargura y sospecha de que el bien aún exista, haya existido o el futuro sea un país del que llegan más noticias que juguetes caros y el mismo miedo de siempre.
Cae aguanieve afilada sobre las calles y el río. Moja los tejados que ya no oyen conversaciones y los letreros que ya no miran la piedra de las iglesias grises. El agua espejea la negrura de unas nubes sin espalda y las estrellas tiritan sin que les importe nuestro tedio. Quizá el mejor patrimonio sea nacer con el don de la risa y la sensación de que el mundo está loco. Las aves graznan y la luna se esconde. Todo parece exangüe y la sombra avanza contra el perfil de arpas que gotean, muros que cobijan charcos, cristales que guardan resplandores que hoy niegan y una vida que en algún lugar también se va yendo sin pausa ni estruendo, hacia quién sabe donde.
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