Esta mañana he acabado una novela, Silencio. Trata acerca de la persecución a misioneros católicos en el Japón del siglo XVII, cuando el cristianismo estaba proscrito. Quería ver la película de Scorsese (aún no lo he hecho, pero la veré), y oí hablar bien del libro, así que decidí leerlo.
La novela es un portento. La verdad de la literatura no es la de la filosofía ni la de la ciencia. En particular, creo que la novela es la superación de la abstracción a través de la concreción de la verdad en personajes complejos, que deben ser un prisma en el que los conceptos devienen en distintas formas de luz, espectros de realidades que espejean en nuestra propia conciencia y son diversos y reconocibles. Lo demás es maniqueísmo y la presentación pseudorreligiosa de arquetipos y lugares comunes, lo que viene a ser la literatura de un tiempo a esta parte, instrumentos de reafirmación sentimental a través de tramas simples y falsas.
Pero me desvío: la historia, la de unos personajes concretos enfrentados a otros y en un entorno definido y particular, deja pinceladas de reflexión sobre la fe, la entrega, el sufrimiento, el dolor del alma, la esperanza, el pecado, la posible redención, el poder y el espíritu. Todos ellos aletean con un fondo de un cielo impasible: el silencio de Dios, por encima de todo y todos, la lejanía de la luz en ocasiones, la indiferencia monstruosa o delicada en los asuntos humanos. En fin, la recomiendo. Es ante todo, una buena novela, eso debe bastar.
Aparte del silencio divino, que desespera tantas veces, de la ausencia de fuerzas, de la esperanza como luz y como cruel desengaño, hay una reflexión que se ha quedado resonando desde hace unas horas: el pecado no es tanto alejarse de la gracia, sino cegarnos al sufrimiento humano que tenemos ante los ojos. Vivir en una ciudad grande se ha convertido en un catálogo de esos sufrimientos, la soledad, el desamparo, las vidas derruidas por las que paso mirando a cualquier otro lugar. A veces quisiera ser más decidido y hacer algo para ayudar a mi comunidad, a veces pienso que solo me engaño para sentirme mejor. Deseo ayudar, pero el miedo y el rencor también han hecho mella en mí y me digo que yo también sufro, yo también estoy lejos de la plenitud, solo, para mí la respuesta también es el silencio. Puede que así sea. Puede que uno no pueda ser tan fuerte como el cordero de Dios que desea coger para sí todo el sufrimiento del mundo. Y sin embargo, deja un poso de amargura pensarlo, sentirlo. Una culpa difusa y derramada sobre todos a la que no se contrapone una esperanza de redención. Una forma de control grupal obsceno, sin duda. Pero tras todas las mentiras e imposturas, hay una espina que hace sangrar, lenta pero incesante.
La luz se derrama sobre un cielo en paz, nublado pero en una quietud típica de la primera tarde. Acaba Julio y el tiempo vuela raudo hacia otro ocaso tras el que espera lo que no se sabe. El faro rojo al final de la bahía luce orgulloso y las olas juegan donde las aguas del puerto y el mar se funden, para dar al silencio de Dios un rumor de paz y llenar las vidas de un vaivén constante, aquel en el que nuestra redención tras un largo camino acaso nos espera.