Siempre hay momentos en los que uno sufre recaídas de la enfermedad infantil por qué las cosas ya no pueden ser como antes. No se trata de cómo fueran, claro, la memoria elige y adorna lo que era en una edad de oro más reluciente y abstracta.
En mi caso, la mente divaga hacia un país que acaso no existe, ese lugar del pasado cuando no todo estaba en venta. No es el poder del dinero, es la sensación sobrecogedora de que ha demolido todas las jerarquías y sigue erosionándolas hasta que las destruya. Quizá fue así desde siempre y fantaseamos con un tiempo en que ser y tener eran diferentes. Cuando había diques.
La atmósfera incandescente de la competición implacable debe exigir su peaje en la lucha cotidiana. Cada día es una llamada a un nuevo juicio entre tinieblas, de lo que eres, sabes, has logrado. Y es frecuente sentir que sólo tienes arena en los bolsillos. Es normal sentir que tienes demasiado en la mente, que estás agotado, que hay un sitio que te está esperando en el que serás dichoso pero el mapa para llegar a él se difumina en la memoria. La salud del alma se resiente cuando uno aprende que todo lo que tiene valor lo ha perdido porque el tesoro lo es todo. Entonces, una tristeza difusa conquista la vida como las nubes se apoderan de la tarde.
En ocasiones es un círculo siniestro. El pesar tiende a fijarse más en el fracaso y la miseria que en la grandeza. Entiendo que la pelea contra lo imperfecto es necesaria, pero también lo es apreciar lo bello y justo, la alegría. Para llegar a la alegría hacen falta refugios. Se requiere saber que hay algo que persistirá, un muro que no se derrumbará, lo que quedará en pie tras la tormenta. Hay una peli magnífica y terrible, El lobo de Wall Street, que sabe mostrar la falta de alegría, sustituida por carcajadas desesperadas, en un mundo en el que lo cierto y lo justo no importan. Solo vale lo que puedes, lo que el dinero, el status te concede. Y, esto es lo terrible, no ocurre solo con el villano. Al decente y honesto también lo vacían el arduo pelear inútil, la falta de re-conocimiento de sí, del mundo de ayer y en lo que se ha convertido, la incertidumbre. Queda la esperanza de que aunque llueva igual sobre el justo y el inicuo, el primero haya construido un techo firme y pueda resistir. Quizá esos techos, esos muros, sean un amable recordatorio de la ciudad de oro hoy perdida que existió y dio felicidad a su gente. Si no, es igual hermoso pensarlo.
La ciudad dormita entre luz mortecina que filtran las nubes, con le belleza quieta que reluce después de la lluvia. Una suave brisa acaricia el puerto y hacia el centro se encamina un rumor vacío.
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