Vivimos en la desmesura. Hemos olvidado la vieja sabiduría, la del conócete y nada en exceso a un vértigo de ojos que escudriñan y espíritus que se exhiben. Hay un cierto afán por demostrarse diferente a (es decir, mejor que) los demás. Todo lo que no sea extravagante, artificioso se considera mediocre. Y en esa lucha perpetua por la apariencia llego a vivir fuera de mí. No sirve de mucho recordar la aurea mediocritas de los clásicos, un justo medio que evita la alienación y hace posible el sereno examen de los días. Supongo que el énfasis en ello se debe a que es un arduo combate en contra de la voluntad que tiraniza la condición humana. Nos venimos arriba y somos unos primates con pinta de sofisticados.
El destino solía castigar a quien traspasaba los límites, Hybris que pretendía hacer de nuestro ser algo equiparable a un Dios. Tarde o temprano, Némesis restablecía el equilibrio. Pues es fácil olvidar la aterradora fragilidad que nos forma. Todo hiere y el instante de plenitud es la recompensa de sentirse inmortal antes de saber que nunca lo seremos. La vida eterna se ha convertido en las infinitas pantallas donde todo ha quedado recogido hasta después de que hayamos muerto. Y hay algo siniestro en esa captura impune por cualquiera del mundo, como si el alma muriese en la imagen para siempre. Es el precio a pagar por no sentirse mediocre, insignificante, aislado. Y es la hubris desafiando el límite antes de ser castigado por la retribución providencial, esa némesis indiferente al anhelo para restaurar la frontera.
La noche llega pronto. Las luces son brillantes y los edificios reflejan su temblor. Uno debiera sentir un miedo más profundo que aquel al fracaso: el temor de tener éxito en aquello que no importa, y saberlo demasiado tarde. Es agradable tener luz y calor. Vi el otro día otra vez Soul. Que estupenda es. Su última parte resuena de nuevo, como cada vez. En realidad, no sé que voy a hacer con mi vida...pero hay algo que sé: voy a vivir cada minuto.
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