Hay un verso irónico de Philip Larkin que siempre ha resonado con fuerza en mí, "Toda virtud es social". Creo que, como el, podría pasar tiempo solo en la noche, mirando como la luna muestra su filo entre estrellas diseminadas en la piel del tiempo. Y sin embargo, busco otras actividades más vacías. Unas son necesarias, otras no. En cualquier caso, necesito a los otros, como todos, y también me siento cada vez mejor solo. La muchedumbre me agota y tampoco me gusta ser parte de la muchedumbre de otros. Hoy vivimos un mundo asfixiante, por voluntad propia. No, no toda virtud es social ni la soledad es egoísta. No obstante, me parece que hay un cierto clima moral mayoritario que viene a ser, inadvertidamente, una conjura contra la aspiración a la alegría.
El instinto gregario, por más abyecto que sea, no deja de ser un instinto. Necesitamos atención, reconocimiento, alguien con quien hablar. Pero también necesitamos que nos dejen en paz y eso no es posible si existe una orden de monjes guerreros para cada ámbito de la vida. No admiten el silencio. Detestan lo que no sea robusto, pesado y grave. Creen que cualquier aspecto es más apropiado en la solemnidad que en la ligereza. Deciden que toda tendencia individual es frívola. Son la tasa, irremediable según se ve, que cualquier grupo humano debe tributar para ganar conciencia de sí mismo. Desean mandar en ti a través de tu miedo.
Los habéis visto y leído cada día: denunciando, atacando, zahiriendo, disputando, formando alianzas implícitas con los que escuchan. Hablando de nosotros y ellos. Pertinaces defensores de la bondad y perseguidores de la maldad y los malos, los otros. Visionarios de un mal que se oculta tras la máscara, como dijo Ahab, apóstoles del futuro y la perfección, impacientes de moldear el presente hacia su porvenir soñado. Lo único que necesitan para ello es que te despojes de tu alegría culpable y pongas el empeño en seguirlos a través de su senda alucinada. Pues estar contento es la mayor razón para evitar el rebaño. La felicidad es el punto preciso de intersección y plenitud entre las infinitas causas del mundo y un destino logrado, por temporal que sea. Ay, eso requiere de voluntad y libertad. Y nunca todos seremos felices al mismo tiempo.
Por eso la critican, velada o abiertamente. Porque cualquier apertura y avance es sospechosa si no puede incluir a todos. Porque lo que uno siente conmovedor otro lo ve anodino. En fin, porque la complejidad de lo real tiende a un orden espontaneo que molesta a quien desea gobernar almas. Los demás y su bienestar son, claro, una excusa: se trata de la forma en la que el poder tutela y controla el avance libre, tomando rehenes para hablar en su nombre luego. En muchas ocasiones hay síndrome de Estocolmo con quienes se sienten desolados. Cómo el poder no les puede proveer de oportunidades, estimulan la satisfacción psicológica de su resentimiento inducido y buscan culpables grotescos. Al mantenerlos, nos, de esta forma tutelada, nos despojan de libertad y dignidad, no solo de felicidad. Hay una gran esperanza en tratar de ser dueño de tu destino y rechazar el calor confortable del establo. Pero somos frágiles y los cuerpos caen por cada embestida de la turba y las almas se agotan cuando se cuestiona permanentemente el motivo de cualquier modesto gozo. No les dejéis. Sed animosos. Aunque haya un movimiento mundial contra la aspiración a la alegría, disfrutad del segundo. El resto es ruido.
La tarde lluviosa se desploma y la luz huye a un punto de fuga inconcreto, donde el mar y la colina parecen fundirse tras una cortina suave de llovizna y niebla. Gotas en la ventana descienden por sus diversos surcos y una nube inmensa gris cubre las luces humanas y los pasos apresurados. La ciudad no es el mejor sitio para contemplar las estrellas, pero a veces es suficiente con saber que lejanas siguen su danza eterna y, temblando, nos miran.
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