Hemos heredado del pasado reciente la convulsión del miedo. No del sentimiento universal que se retroalimenta con el odio, sino la experiencia del miedo como técnica. Esa forma estructurada y racional que desea evitar que la semilla de la libertad germine. Resultaría frívolo recontar todos aquellos que han vivido sin esperanza y acosados por el miedo, buenos sabedores de que las vidas pueden ser briznas de hierba en manos de ídolos confusos que conjuran la fuerza. Nos hemos acostumbrado a un ritual en el que la nobleza y el honor desaparecen en un segundo, sin dejar un fruto. Permitimos que el miedo a la fuerza bruta se vista de razones sensatas; la infamia demanda complicidades y el temor, grupos. Somos ahora una tribu global de animales: unos tratan de huir. Otros agreden. Todos están asustados.
La humillación de la violencia es tan aterradora como la violencia misma. Aunque seamos meros accidentes de un azar irónico, deseamos alcanzar una comprensión profunda de nuestra experiencia, ser conciencia de la materia que nos forma. La fuerza contra nosotros nos exilia de ese destino deseado con crueldad. En esa búsqueda de sentido, sufrir violencia es algo embarazoso y repulsivo. Viene a ser una derrota definitiva, un llamado desde el abismo de la condición humana acerca de la pérdida y el desamparo. Sin respuesta, sin ganancia, sin nada que aprender, salvo a persistir a cualquier precio. Acaso sea mejor vivir con una cierta incomodidad que arriesgarse, nos decimos. No habrá ningún bardo que cante nuestras penas. No, no me gustaría irme así, víctima indefensa. No debería importarme lo que todos digan cuando me haya ido, pero hay un regusto amargo en imaginar que uno puede morir por el deseo de otros, un deseo más poderoso que nuestra capacidad de resistencia. Hay algo muy tenebroso en ello, en la construcción de herramientas que han hecho perderse el coraje y la dignidad de los cuerpos en un instante atroz, un botón, un gatillo.
Y a pesar de los pesares, del miedo a la libertad, de la amenaza de los tiranos, la perpetua busca de refugios, quizá haya un remedio, pobre y básico, pero enaltecedor. Vivir como si no existiera o, si no es posible, como si no importara. Cada día recibes tu dosis de palabras e imágenes que tratan de separarte de ti mismo en ese estado de pobreza de espíritu y agitación que llamamos angustia. Oyes y miras desgracia, desolación, ruina y profecías grandilocuentes. Qué tal vivir como si no importara, como si la única diferencia posible es la que estás dispuesto a marcar, con un poco de inconsciencia y levedad y mucho de voluntad de resistir cuando no tienes más que eso. Como si no tuvieras que obligarte a aceptar la cantidad abrumadora de ansiedad que el mundo ansioso desea compartir contigo.
La noche se desliza suave bajo los umbrales y ha conquistado las colinas y el mar sinuoso. Es solo oscuridad. Bajo su secreto, otra vida bulle. Aprende de ello lo que puedas y trata de aprender una de las lecciones de la vida, ni te dejes humillar a otros ni seas humillado. Todo lo demás se nos da por añadidura y no hay mayor desdoro que aceptar gritar Viva quien vence. El rumor de la noche se esparce sobre la ciudad y su murmullo aquietado ofrece paz a quienes están solos y preocupados por el mañana, acurrucados en torno a una duda, tratando de ofrecer su mejor rostro al futuro. Sólo eso sirve. Sólo eso salva.
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