El bien que hacen los hombres es solitario y su perversión colectiva. En pocas ocasiones veréis una reunión de tres o más personas que no entrañen conspiraciones mínimas, insidias contra otras. Supongo que nadie puede elevarse de su naturaleza pero aunque seamos seres hipersociales la banalidad y el tedio lo inundan todo...en el mejor de los casos. En otras ocasiones, la simple maldad se reivindica bajo ropajes de autenticidad. El círculo vicioso es la unanimidad y la competencia por ser el más puro de los defensores de cualquier causa, los más cómodos acurrucados en el calor del establo.
En los parajes fríos, allá donde moran la soledad y la duda, quienes no saben acercarse a los otros y notan su corazón echándose a perder tratan de hacer de su esfuerzo un regalo para toda la sociedad, la humanidad sin rostro. En el crepúsculo de esos lugares solitarios e inhóspitos, pasajes del alma que pueden darse en medio de las populosas ciudades, brilla lo que acaso salva. O a los recipientes que lo ignoran o a los donantes que los sufren.
Y eso es todo. Ejércitos de la noche enfrentándose en la tiniebla, refugiados de sí mismos, a la vista de un crepúsculo dorado que sabe que son breves y que no tienen importancia. En medio del espectáculo de sangre, rencor, carcajadas y odio, solo la visión de las olas borrando las huellas puede dar un exiguo consuelo. Consuelo, al cabo, mientras el caminante se dirige hacia donde muere la luz, cansado, ni envidiado ni envidioso.
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