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lunes, 22 de febrero de 2016

Hablar de fútbol








Esta es la historia de un hombre cualquiera 

que una tarde marchita de domingo 
pegado al transistor, sufre y espera 
a que den el resultado del partido. 



El fútbol es la cosa más importantes de todas las que no tienen importancia, se ha dicho. Se ha convertido, para bien y mal, en una afición/religión global a la que fluye fondos de procedencia incierta para su inflación desmesurada y de la que parten sueños que imaginan emociones escondidas entre largos minutos de sudor, centrocampismo, pizarras que minan la estrategia enemiga y lesiones fingidas para perder tiempo. Al fin y al cabo, donde acecha el peligro crece lo que nos salva.

El fútbol forma una memoria sentimental cuyo mapa se puede compartir, ampliar o matizar con los de los demás, independientemente de su edad, nación, color o sexo. Las cuatro esquinas del mío son un fallo de Salinas, una vaselina de Romario,  "con el pito nos los follamos" de Benito Floro y un cabezazo de Urzaiz en el tiempo de descuento de un partido de vuelta de una promoción. Y este año sigo con ilusión el cuento de hadas del Leicester City. Bendito juego.

Hoy los papeles hablan de la enésima crisis del Madrid. Es un club que podría confesar lo que el filosofo Merleau-Ponty dijo a Sartre: «Nunca me repondré de mi incomparable infancia. Parece que su historia incomparable se ha transmutado perversamente; una exigencia desmedida se combina con un status que se da por supuesto antes de que sus jugadores demuestren para su equipo toda su valía. La labor presidencial ayuda a la confusión, porque trata sus fichajes millonarios como estrellas rutilantes para ilusionar a una afición que, como todas, las exige masivamente cada temporada, mientras a la vez exige que sus entrenadores conduzcan a esas estrellas por el arduo camino del esfuerzo diario y el sacrificio defensivo. Es un padre que malcría a su hijo y exige que sus maestros lo metan en vereda.

En fin, es solo otra opinión. Como cada aficionado, soy un potencial seleccionador y entrenador de cada equipo del mundo, si me dejan. Y he vislumbrado otro fútbol anterior, de chándal y hombría,barro y centrales que no hacían prisioneros, transistores y , en general, aprender a saber perder, Tiempos de Luis Aragonés, David Vidal, los golpes en el pecho de Aimar y las viejas leyendas de las que apenas quedan imágenes y habitaban la memoria de los aficionados sin el agobiante escrutinio de la cacofonía de imágenes y opiniones. La memoria es inexacta, pero crea una verdad esencial que el objetivo de la cámara apaga. Las radios habitaban voces que llevaban anhelos y desilusiones cada domingo. Los porteros eran héroes, y los delanteros siempre podían hacerlo mejor. Y, por ser honestos, quedan muchas horas perdidas de bodrios esperando momentos para recordar que nunca llegaron.

Queda el gol, gutural y eterno. Ancestral como el salto, la furia, el desengaño. Queda el tema cuasi universal de conversación. Queda la grada vacía, con el estadio apagado, de voces idas, donde alguien abrió una ventana a la magia que la mente del hincha rememora varias veces cuando todos se han ido y que iluminará el día de mañana. Siempre que el villano de nuestros días, el árbitro, no haya sido comprado por una conspiración siniestra ni esté ciego...


y mientras Marlon Brando en la pantalla baila un tango en París

vuelve el recuerdo del arbitro traidor 
¿cómo es posible que un penalti deshaga tantos sueños? 



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