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martes, 16 de febrero de 2016

Los cuentos que yo cuento acaban fatal

Había una vez una liebre veloz y una tortuga constante. La liebre era ludópata, y perdió su casa jugando al blackjack. Su familia se había acostumbrado a una vida de lujos y cadenas de oro, así que al verse desahuciada se lo tomó mal y su mujer le amenazó con ir a contar sus trapos sucios a lo de Ana Rosa. La liebre se sentía atrapada. Incluso rezó prometiendo que si salía de esta no volvería a jugar, beber ni alternar.  Pero, ay, ante la falta de respuesta del altísimo, recurrió a unos dioses terrenales, sus contactos en la administración pública del Reino de España.

Tras examinar su petición, convenientemente aliñada con videos sexuales y de consumo de drogas duras en burdeles de altos cargos del partido, ambas partes se avinieron a presentar un concurso público amañado de concesión de terrenos para una urbanización con campo de golf en el desierto de Los Monegros. Para evitar la investigación de la prensa enemiga presentaron el pliego de condiciones con todas las formalidades, con la salvedad de que el contrato sería concedido tras una carrera de velocidad (tal ejercicio de sutileza llevó una semana). El problema llegó cuando la empresa de una tortuga, que pagaba religiosamente a sus empleados, intentó presentarse al concurso, aunque sabía que las posibilidades de ganar la carrera eran escasas.

El día llegó. La liebre salió como un rayo, pero la noche de excesos anterior hizo que a los pocos metros empezara a sentirse mal. Miró atrás, y al no ver a la tortuga, se echó una siesta, descojonada porque aún le duraba la euforia de los estupefacientes y por lo pringada que era la tortuga. La tortuga se iba cagando en la puta, lo difícil que es prosperar honradamente en este país de mierda. Pero seguía adelante. Y poco a poco, llegó a ver la meta. Pensaba que habría perdido, pero la liebre estaba babeando y no hubo Dios que la despertase, así que la ambulancia se la llevó al hospital.

La tortuga recibió 5 inspecciones de trabajo, la acusaron de doble contabilidad y con pruebas falsas la mandaron a la cárcel, declararon concurso de acreedores y despidieron a todos los empleados. La liebre construyó la Urbanización a la que nunca llegó el agua corriente y se abandonó aunque muchos ya habían pagado animados por la campaña de marketing oficial de la Diputación. Se fue a vivir a Miami y cambió a su familia por una mulata multioperada.

Años después, se estrenó una película lacrimógena que contó una versión mucho más ajustada a la verdad. Pero la tortuga vivía sola y amargada tras haberlo perdido todo, mandando cartas a un tal señor Esopo para mandarle recuerdos a él y a su puta madre,  y a la liebre, personalmente, se la sudaba. Y por supuesto, fue feliz, y se comió más de una perdiz. Y faisanes y caviar.





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