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miércoles, 22 de noviembre de 2017

22/11. La niebla

Crece por los resquicios de los muros y las pieles despojadas de las luces mecánicas. Se derrama en la cumbre de las alcantarillas. Siluetea a los hombres grises con su maletín siniestro, y revive los sueños de la noche anterior. Trae el rumor de los temores atávicos y alivia del roce de los días con su belleza impasible. Ciega las cimas para que creamos en nuestro afán. Afila los detalles y estiliza las formas. Oculta y sana. Detiene y lanza. Es.

Empieza a pesar el invierno. Salgo y llego a casa en la oscuridad, el frío me aconseja quedarme en casa y la chimenea, muda, no acoge mis brazos cansado. Escribo, leo, veo algo, trato de estudiar, me preparo para mañana, mecanizo la angustia y el sentido o su falta en una repetición de gestos. Sin embargo, a veces imagino mi ventana contra el mar eterno o el monte abrumador y la niebla acompaña, sigilosa y lúgubre su contemplación numinosa. Me pregunto si en esa ventana dentro de mí no hay apresado alguien, alguien mejor que yo y que debería dejar salir para pelear contra la sombra. Y la niebla ya ha llegado a ese punto y me invita a expandirme, a recoger los trastos y hacerme silueta yo también, con la espalda pesada y los párpados lentos, pero infatigable hacia un sol blanco de invierno y despertar en la contemplación de su algodón brillante.  Y al fin y al cabo, soñar con el cabotaje y zarpar, mecido por olas que nunca sabrán que existí, y entre las manos inacabables de la bruma, sentir entre sus jirones una luz que nos llama y saber llegar a ella, para ser de una vez, solo un instante, pero para siempre.

Dundalk prodiga luces de coches y semáforos que colorean la niebla y me acercan la mañana en su lienzo gastado.



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