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jueves, 2 de noviembre de 2017
Dos de noviembre. Por el ojo de una aguja.
Ayer me llegó este libro. Trata de la sustitución del paganismo por el cristianismo, quizá la última revolución radical, y de las concepciones de riqueza y pobreza, justicia y maldad derivadas de ella. La verdad es que es un periodo que me resulta fascinante, la superposición de un modo radicalmente distinto de estar en el mundo sobre una pátina cultural añeja e inmensa. El cambio que nadie podría haberse imaginado. Pero la verdad, no quiero escribir de esto, sino de por qué leer historia, querer conocerla más, degustarla.
Somos breves. El tiempo que pasemos aquí, cada amargura y cada éxtasis, cada rebelión y cada lágrima, colocadas en un pedestal de días que se nos hacen largos, serán una cantidad abrumadora que el paso de la Historia disolverá mañana sin darse apenas cuenta. Pasa cada día. La vida se abre camino a través de una pila de cuerpos que cobijaron almas. Y los aviones despegan y los bosques anochecen, día a día, sin mirar atrás.
Creo que le historia es la maestra de la vida, y la lectura un licor contra nuestra insignificancia. Ya sé que vivir en los tiempos que corren equivale a ser un niño algo caprichoso que consigue lo que sus instintos disponen; lo demás es sucedáneo, pálido, barato. Me consuela de tanto sinsentido y tanta estupidez ignorante de nuestra brevedad saber los huertos de otros aspirantes a sabios, las peleas interiores de aquellos que hendieron la azada de la fe en los surcos de sus propias dudas, la audacia demente de quienes ya sé que fracasarían luego. Me reposa de las luces agresivas de los establecimientos, las verdades eufónicas de aquellos que nunca se plantean cambiar de rumbo, los ritos colectivos de las euforias agrias, el terror ante el olvido que seremos. La ignorancia, siempre culpable, de nuestro peligro perpetuo latente para acudir al dictado de las consignas de la moda, el poder, la culpa soterrada.
Por eso me gusta la historia, por eso leo. Para acallar los ladridos de la desesperanza, conocer a otros. Pretender que un patricio del siglo V del occidente romano quizá pueda legar un pensamiento luminoso a una brizna e hierba que piensa en sí y mira preocupada, hastiada, vencida, como un país al que aún llama suyo se dirige alegremente hasta un precipicio que quizá merece. Hubo momentos peores, y gente que vio a Dios entre la niebla, o construyó tapias para santuarios feroces. Ya no hay espacio, ni islas. Pero cuando todo esto acabe, incluso si es repentino, espero caer con la serenidad clasica que otros ejemplos dejaron. Aunque sepa muy bien que nadie contará mi historia.
Dundalk mira asombrada las cicatrices que las nubes muestran bajo el hechizo de la luna.
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