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jueves, 30 de noviembre de 2017
Las invasiones bárbaras
Me resulta a veces tan sencillo abstraerme de un principio de realidad que a veces temo que perderé el hilo de cordura que une las cosas y teje las consecuencias. Tengo por más reales imaginaciones enquistadas en las rendijas de la vida, sueños que deseo mantener alzados para ignorar todo lo perdido, que no difiero de quien ve la cara de las cosas a través del humo o el gas, distorsionado. No me importa admitirlo porque nunca he contemplado un verdadero encuentro. No me place pensar, pero debería pensar, que quizá haya tierra quemada dentro de mí y un impulso que me acerca a la soledad como un bien invaluable donde luego sufro. Y oigo voces que creo reconocer y son el aire de la calle, y figuras que corresponden a ausencias que nunca podré dejar atrás y lastran el ascenso a un futuro que voy dejando atrás mientras cierro los ojos.
Son invasiones bárbaras que anonadan, dramas sin razón cuando debiera relajarme y tomar lo que se me ofrezca. Simplemente, no puedo. Es un fuego que acompaña desde el principio para plantar voces, figuras y sueños en un mundo impasible y silencioso que se va ajando como consumido por ese fuego invisible, revelando sus cenizas. Llega hasta mis bordes y cauteriza todo, cada remordimiento y cada euforia para hacer de él una realidad obscena, un muro de silencio irrompible. Y esas invasiones bárbaras con carros de fuego devorando todo son los compases casi inaudibles de la angustia, que casi se consuela pensando en la caída sin remedio en la mar helada sin fin que rodea ese abismo interior, grácil y plácida cuando ya nada importe.
Dundalk arrea a los perros del invierno contra las certezas.
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