Tal y como lo recuerdo, “El gran Gatsby” versa sobre el veneno lento de la peor nostalgia posible; la que se lanza hacia el futuro. Los personajes aceptan su insatisfacción presente en nombre de unos días venideros donde los fragmentos rotos de su espejo interior encajarán, bruñidos de las impurezas del viento de lo que les pasa cotidianamente y distrae. Repiten así el círculo del pasado, incapaces de zafarse de él si no es soñando. Son personajes mezquinos, retratados por un narrador que recibió el consejo de su padre de no juzgar nunca a los demás y no lo hace en público, sino para nosotros. Nos envuelve así en su sonrisa perversa, que domina la novela, deliciosamente distribuida como un cocktail. Fitzgerald retrata los años veinte como una época de valores sociales y morales devaluados, de vacua búsqueda del placer instantáneo, donde la codicia y el cinismo corroen las relaciones humanas y oxidan valores más nobles. Cuanto hemos cambiado, verdad...
Su envoltura es brillante, fiestas, vestidos dorados, jazz sincopado y elegancia, el sabor del dinero y los elegidos. A medida que avanzamos en la lectura, la costra va cayendo, y mientras bailan, desean lo que no tendrán, beben y buscan que el tiempo avance hasta su día de suerte, sonríen y no soportan ver en que se van convirtiendo. Se traicionan, se hacen daño y bailan juntos, se niegan a si mismos lo que ya sabían antes de que los conociéramos; no encontrarán lo que andan buscando. Es un libro sobre la felicidad perdida, o la que nunca llegó. Es una canción triste con una melodía festiva. Leanlo.
Hace unos días, acudí a una fiesta de Navidad inspirada en esta novela. No puedo por menos que felicitar al muñidor de la idea por su excelente sentido de la ironía. Dios le bendiga.
Dundalk mira la luz esquiva pidiendo que le haga recordar tiempos mejores pasados o futuros por compasión.
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