Una preocupación constante que tengo, quizá otro drama que creo de la nada, es el de la labor de zapa que hace el tiempo en nosotros. No me refiero a la decadencia, obvia. No solo es física, te sorprendes pensando lo que hasta hace no poco despreciabas y dudas entre el autodesprecio al que eres ahora o a quien eras antes; en cualquier caso, no agradable, pero no me refiero a eso. Es la desaparición, el vacío, el sentimiento del hueco interior. Es un vacío que llega hasta el pasado, donde iniciaste una construcción de algo que deseabas permanente, hasta el futuro, que derriba toda ondulación y eleva cada sima para presentarte un horizonte inane, frío, irrelevante. Es la ira pronta donde debería estar, y habitaba, la compasión. Es un proceso de cambio sutil y perverso de demolición de lo que antes uno creía que resistiría la tormenta. Es la angustia de saber quien eres en realidad cuando sientes que la vida ya va en serio. Es una sensación fría y cortante de ausencia y lejanía donde una vez creció algo.
Edward Hopper representa ese sentimiento bien en sus cuadros. Hay una espesura en las distancias que apaga toda voz y corta todo intento de romper las cadenas. Y sus personajes dejan caer sus brazos, atrapados en el tormento interior del aprisionamiento entre su propia mar helada. Miran si ver, y los ventanales son esperanzas fútiles hacia otro mundo que parece vivir dentro de este, pero nos burla.
Me preocupa vaciarme con el tiempo y no recoger fruto. Me preocupa que el futuro se apague lentamente como una lamina antigua en la que nadie repara. Y me preocupa, comento con Dundalk, que ese vacío inunde sus rincones y se alivie en paraísos artificiales que alivian la tristeza a cambio de derogar la fuerza del cambio, solitaria, resuelta, denodada. Allí está, me dice él. Sal a buscarla. Pero las nubes crecen y las calles tiemblan. Ojalá fuera otro. Y ojalá lo sea mañana.
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