Italo Calvino fabuló en "El vizconde demediado" acerca de una disociación mental que seguía a la física. El protagonista, partido en dos por una bala de cañón, conserva dos mitades; la una angelical, la otra malvada. Ejercía así la especulación psicológica más intensa y desconcertante. Que hilos nos mueven para ser probos o villanos. Las sutilezas de esos resortes están lejos de ser aprehendidas, creo. Y sin embargo, los fragmentos del ego triunfante sobre el mundo ignorado en el que se despliegan, dejan no pocas muestras de su vigencia: una de ellas es la profusión de muros, vallas, cercados. Se diría que lo que nos separa de lo que nos completa nos acerca a lo que nos reconforta.
El miedo levanta los muros y el rencor los amasa. La lejanía del otro nos amenaza desde su bruma impenetrable, y tambores de guerra suenan, traídos por la tormenta sus redobles frenéticos. Persistimos en encarcelarnos, acudir a los túneles para escondernos, crear torres altas para evitar el dolor. Y así, siguiendo el instinto, perdemos humanidad (la humanitas, la capacidad de sentirnos concernidos ante lo que ocurre al otro porque somos conscientes de compartir una misma naturaleza) para ganar sombra. No queremos convivir con lo que nos desafía a abrirnos; encontramos más sensato cerrar nuestro castillo a quienes nos reafirman. Buscamos una unidad primordial, nostalgia de lo que nunca existió. Vizcondes demediados, alzamos la bandera de la virtud para alcanzar los cielos mientras ignoramos el mal que nuestra búsqueda causa, porque no lo vemos. Dormimos en un calor de establo, y formamos ejércitos ignorantes que se enfrentan cada día, para perder siempre.
Dundalk sabe de lo que hablo. Y me temo que piensa que no tendremos remedio.
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