Hay una dimensión espiritual en el silencio que no admite comparación; es hacer de lo que te rodea tu interior, verter tu conciencia en lo que te circunda para alcanzar el engaño grato de una unión primordial en la que uno recibe de vuelta la conciencia del todo en sí. En la travesía por un mar de miedo, desamparo y movimiento que no cunde y cansa, buscamos momentos que nos hagan sentir más dentro de la vida, una experiencia más cálida, un brebaje más robusto. Esta búsqueda suele hacerse por vías convencionales y pautadas. Y sin embargo, ¡que grata es la compañía del silencio en ella! Calma las olas de la incertidumbre y devuelve espuma de plenitud por donde alborotan otros. La serenidad de ánimo, la conciencia jovial de la broma infinita en la que participamos por unos breves instantes, la quietud frente a lo inamovible, son dones reservados a los que saben escuchar el pulso latente del mundo.
Claro que no siempre es así. Hay silencio de tensión, abruptos cortes en la marea que nos fatigan; a veces, el silencio susurra un ritmo perverso, la letanía con la que nos herimos a nosotros mismos.En esos momentos, una voz puede ser todo lo que necesitamos para quebrar ese océano negro y helado. A veces he sentido que ambos silencios peleaban en mí, el que anhela estar lejos de los hombres y su perverso entramado y el que necesita una voz que lo aleje del túnel en el que es imposible decir. Supongo que a todos nos pasa algo parecido. Como divisa personal, trato de permanecer fiel, sin conseguirlo, a aquella que reza que de lo que no se puede hablar, es mejor callarse.
Y así, tropezando, avanzando y sediento de llegar más lejos y temeroso de caer desde mas alto, la nave trata de avanzar por ese mar salado de azar, desgracia y turbación inútil. Construyo un faro alrededor de mi silencio y junto a Dundalk veo pasar las lunas sobre la superficie ondulante y de plata.
Y si unas palabras deben salir hoy desde mi sigilo, solo pueden ser estas: Yo estaré contigo. No estás sola.
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