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viernes, 31 de agosto de 2018

Escapar del tiempo. 31 de agosto.

Es viernes por la noche. Ha sido una semana ardua. Los armarios y los cajones chillan pero el vacío es intenso como la noche y las horas pesan. No sé que trae este dejarse ir en la marea de trabajos y astucias, como salir de estas horas que amenazan otras en un círculo irrompible. Me sorprende pensar así y no quiero. Tengo un viaje, tengo afecto y tengo salud, toco madera. Supongo que los lazos del presente me atrapan en su vértigo insensato y no soy capaz de romper la maldición por mí mismo. Los días se evaporan y las tardes no dejan poso cuando el sol se cierra sobre los pliegues del mundo. Afortunadamente, están los libros, como conversaciones con otros que ya no están pero nos han dejado una historia. Hay ocasiones en que para salir de la cárcel del ahora basta con poco. Hoy, como llega el invierno y no sé qué me pasa, recurro a releer pócimas que antes me sirvieron. Y comparto mi trago con vosotros. Que os guste. Merece mucho la pena.



Ella dormía profundamente.

Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin re­sentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se po­saron un gran rato en su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.


Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se mo­vieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón del corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las ro­dillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llo­rando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pronto.

El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cui­dado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar au­daz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.

Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecie­ron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba cons­ciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presen­cias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vi­vieron se disolvía consumiéndose.

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ven­tana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había lle­gado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz cor­va y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.




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