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domingo, 6 de octubre de 2019

Seis de octubre. El domingo de la vida.

El domingo de la existencia no es un día cualquiera. Se cierne sobre él la promesa de un lunes de deberes, cargas y rutina; es como si el tiempo debiera ser modificado en virtud del porvenir, al que llaman así porque no viene nunca, y hubiese una advertencia sobre el anticipo que pide nuestro deber a nuestra ociosidad. Para mí, son días de tardes ocres y de actividades comprimidas, un intento de exprimir su consuelo en paseos lentos, cervezas con fútbol rutinario (no el europeo, el brillante) y lecturas o películas para tratar de arañar unos minutos al sueño y al despertar consciente de la semana y sus tareas. En definitiva, la consciencia de que el tiempo huye y los atardeceres se apagan.

Sin embargo, creo que cuando uno se va haciendo mayor, su sabor, como el de tantas otras cosas, se modifica un tanto. Es agridulce, porque perder una esperanza también puede liberar del afán de tener que defender un futuro improbable. Da más al hoy que a lo siguiente que venga: vacaciones, eventos, fechas señaladas. Otorga la libertad de los antiguos pasos que convergen en mí y la solidez de un sendero que, bien o mal, he recorrido lo mejor que supe, con muchas caídas y tratando de aprender.

También me agrada que sea lo contrario a lo que se supone que debe ser la vida moderna en la sociedad que habito, la de el control, la señal, el presente y la ruina. Un mundo en el que todo está reciclándose constantemente y que se ha construído sobre la permanencia fiel del olvido. Un lugar donde los otros, los proyectos, los trabajos y las ideas se mueven en un baile continuo de abandono y cansancio. Un pasar por un río encabritado tratando de dejar inútilmente una huella en el agua.

De ahí la ansiedad y el ruído, y los ojos exhaustos en la niebla del norte. De ahí el examen continuo de cada día, la citación para el tribunal del hoy en el que nada parece importar cuando se deja atrás. De ahí la renuncia a pelear de tantos en esa arena atroz. Ahí están, raídos y distantes, buscando con sus brazos otros brazos que abrasen y dejar la armadura en esta competición sin fin ni calma.

Quizá eso pueda ser el domingo, el de hoy y el concepto para la existencia. Un tocón donde sentarse y descansar las armas para defender nuestro territorio mañana y mirar con el alma lenta como el tiempo se derrama suave sobre los campos y sobre las antenas y, como hoy en Dundalk, deja el poso de lo que no llegará y ya no importa en un resplandor azulado que muere con el día, antes de prepararnos para conseguir nuestra vida propia, que se llama alegría porque a veces acude y nos ilumina, serena.






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