Me gusta el fútbol. Con el tiempo cada vez me gusta menos como juego, más simplificado y afeitado de cualquier magia por el mediocre culto a la eficacia propio de nuestro tiempo. Sin embargo, me gusta como una excusa para estar al lado de gente a la que aprecio y como un reducto de la infancia recuperada, recordar viejos momentos, jugadores, irrepetibles sensaciones que esperamos vivir parecidas en los campos hoy. Quizá sea un empeño imposible. He visto mejores jugadores que Laudrup y Romario, pero nunca creeré que otros son mejores, aunque sepa que lo son. Esa magia, el regate uno dos, la explosividad dentro del área y el último toque sutil, los pases sin mirar, las vaselinas. He leído, y creo que es cierto, que los jugadores son cada vez mejores en lo que se puede entrenar y peores en lo que no. Pero es que lo que siempre nos ha levantado del asiento ha sido lo que no se puede entrenar: la sorpresa, el asombro de la magia. Eso lo viví, quizá porque aún lo tenía entonces, y hoy no lo veo en el juego. También había rivales, claro; hoy los grandes son acorazados que se ufanan de ganar batallas a galeras.
Mientras escribo, escucho en la radio la jornada de Champions; el Valencia pierde 4-1 contra el Atalanta. No sé que pensar de esa práctica. Parece desfasada y sin mucho sentido, hoy que uno puede verlo en tantos dispositivos. Recuerdo un campamento cuando niño, el director era un hombre mayor. Tenía una radio pequeña en la que estuvo escuchando los partidos del Mundial de EEUU en el 94. Nosotros queríamos saber que pasaba y él nos explicaba lo que oía, y cuando estábamos allí, en corro, todos imaginábamos jugadas memorables, disparos imparables, regates de fantasía, pases de tiralíneas. Nunca fue así, claro, pero era lo que nos daba ganas de coger un balón y emular a esos héroes.
Y desde entonces, sigue gustándome oír el fútbol en la radio. Ahora los jugadores son más jóvenes que yo y muchos me parecen niñatos, el furor histérico de los periodistas deportivos me hace cuestionar el tipo de vida que deben llevar, enfureciéndose por nimiedades, y en todo caso, creo que la fábrica y el atletismo se han impuesto definitivamente a la destreza. Pero aún voy, para volver a mi campo con dos mochilas y un campo de estrellas sobre mí, al estadio levantado sobre las eras del pueblo y a aprender a competir y a colaborar con otros de los que no sé nada en torno a un balón desvencijado.
Sigo oyendo el fútbol en la radio para imaginar las jugadas de ayer. Dundalk agita las ondas y la cola del temporal lleva en su viento las hazañas que no existen para creer que mañana aún quedará espacio para la magia y aún puede ser lo que Dios quiera.
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