Pliego de descargo: nota abstracta sin ninguna motivación específica. Cualquier parecido con la realidad es debido a la realidad común aquí expresada.
Los repetitivos. Los persistentes. Los que le echan morro. Las lapas. Los pesaos. Los plastas. Los acoplaos. Los de la turra. Los que arriman sus objetivos y deseos sobre los de cualquiera. En fin, los insistentes, aquellos de los que hay que huir como de la peste. He hecho un pareado y muy contento me he quedado.
En fin, todos sabemos el manual, pararles los pies; pero que difícil es. Hay insistentes con talento natural y los hay con ética del trabajo para adquirir más morro y seguir apretando. Saben atajar la cólera de quien se ve avasallado sin razones impostando la suya como si lo que piden se les debiera. En fin, incluso en la mezquindad hay razones para aprender: hoy en día uno no es es nadie si no se le debe algo. Se acercan como si dudasen, como si les avergonzara pedir lo que desean. Pero después de que se oigan a sí mismos se vienen arriba y cada vez les cuesta menos, confiados en que la repetición borrará el asunto concreto que buscan. Si uno se queda al lado, no hay esperanza posible; nunca van a desistir y van a fingir su enfado sin irse nunca, como sería lo suyo. No, ellos están hechos de otra pasta. Se quedan y hacen las cosas más desagradables para todos, hasta que alguien acaba por ceder. Cuando eso ocurre, se sienten además legitimados en lo que pedían, pues era obvio que si lo han conseguido era porque lo merecían. Maravillas de la cultura de la queja. Sus muertos.
Cuando estuve de vacaciones en casa, he empezado a escuchar como un rumor de fondo que trae noticias de nuestros insistentes públicos más reconocibles: los políticos. Por lo visto, el alcalde de León ha decidido que la lucha por la justicia social pasa porque sea él o los de su cuerda quienes gestionen los presupuestos. Como parodia fina, no está mal; son lustros de premiar la queja y burlarse del silencio. Pero me temo que va en serio. Como cualquier nacionalista, ha decidido detener la historia del lugar en el momento en que le conviene para atraer clientela y proclamar que esa es su verdadera esencia. Triste cruzada; el hombre moderno es provinciano en el tiempo como el campesino medieval lo era en el territorio: siente por el pasado un desprecio que no merece, por el futuro una adoración irracional que merece aún menos y por el presente un respeto autocomplaciente bastante estúpido.
Así que ya veis como estamos. Uno no puede solo huir de los plastas que le han tocado, sino que tratan de imponérselos desde los despachos oficiales. Al final, uno va a echar en falta aquellos maravillosos tiempos cuando lo peor que le podía pasar a uno es que lo invitara alguien al que sabía que al final le tocaría invitar y tomárselo con filosofía. Dundalk mira a la noche que se abre sobre el azul de las colinas y se remueve en su sillón de tiempo. No vaya a ser que alguien venga a estas horas y con este frío a pedirle un favor después de contarle sus putas penas.
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