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martes, 11 de febrero de 2020

El rey pescador. 11 de febrero.



El privilegio de quien escribe, de quien lee, es su dominio tiránico sobre lo que recrea. Aspira a levantar en los campos secos de vocablos torpes su palacio de refulgentes cristales, como el álgebra, como el ajedrez, y tomar posesión de sus dominios con satisfecha omnipotencia. La miseria que acarrea escondido este privilegio es la contemplación desnuda de su propia pobreza. Es una soledad que gotea lentamente por cada poro de la realidad sobre el alma ingenua del que gusta de las ficciones. El silencio de Dios que el eremita en el desierto trataba de conjurar se asemeja a la sensación de soledad que experimenta cualquier soñador cuando entreve que sus desvelos no son compadecidos. Ningún ser hay que dé sentido con su compasión a sus intentos de despertar la piedad del universo en torno. Ambos sentimientos de soledad que espera un fruto son los de una promesa que nunca fue hecha a la que se consagra tanto que, una vez de vuelta en la verdad, deseamos cobrarnos contra nadie mientras nos quema por dentro, inacabable.

En el supermercado de las experiencias que es el mundo hoy para nosotros, los privilegiados, se compite por la más cegadora o intensa. Es otra forma de evasión, a veces opuesta: confundir la vida con lo que pasa. Sin embargo, al menos ofrece el aliciente de una sensación real antes de convertirse en un recuerdo imaginado. Si fuera más dotado para la narración, diría que en un mercado de la antigua Bagdad había aromas de India y el medio oriente y bajo un sol amable y el rumor de una fuente, frente a un puesto de frutas jugosas, unos miraban obnubilados un dibujo en la arena y otros comían extasiados dátiles que no valían nada. La verdad debe encontrarse en un punto medio entre el escape a otro mundo y el olvido en este.

Yo no he sido capaz de encontrarlo. He querido ser el centro de mi vida y el rey de mis motivos y me encuentro encadenado a un tiempo que no me da alegría ni esperanza. Deseé hacer méritos para despertar en aquel que nos mira y que no existe el orgullo del que comprende. Un rey pescador que ha olvidado quien es y cojea incapaz de proteger el tesoro que juró consagrar mientras la vida pasa a su lado. Sigo escribiendo en el agua una firma que se habrá desvanecido antes de que me vaya definitivamente y contemplo fascinado las ruinas de mi propio abismo.

Dundalk se despide de mí para que rumie otro día de derrotas y olvido, que crean arrugas en el alma y alarma en el corazón. Si  han de curarse y he de encontrar el remedio, el tiempo lo dirá, si se me concede el suficiente. Si no, no tendrá mucha importancia y todo habrá sido en vano. La tragicomedia debe continuar y la nieve se posa en mis ventanas para bendecir la luz de la luna.

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