Fui ayer a ver Parásitos, la película surcoreana de la que me habló me hermano hace un par de meses y que ha resultado la triunfadora del año. Vivimos una época de exageración y grandilocuencia para atraer nuestros sentidos saturados de sensaciones, así que no quería hacerme muchas expectativas. De cualquier forma, creía que estaría bien y lo está, me ha parecido realmente buena (dejo a los que saben decidir si es una obra maestra o no; me temo que solo el tiempo otorga esas categorías). Lo que me ha resultado muy curioso es el recuerdo de una pequeña gran novela que me causó muy buena sensación.
La película resulta ácida en su retrato de la desigualdad e indiferencia de las sociedades contemporáneas, la comodidad y la ansiedad que su contemplación provoca en los desfavorecidos, espectadores forzosos de lujos ajenos. En eso y en otra circunstancia me recuerda poderosamente a La perla, del gran John Steinbeck. Una familia pobre encuentra por un capricho de la fortuna una perla de valor incalculable. La novela, como la película, también aborda la incomprensible danza de la fortuna y los misteriosos recodos que pisamos tras iniciar múltiples causas sin percatarnos siquiera. Cualquier bendición puede acarrear la perdición mañana. Me pregunto si lo que nos arrasa y angustia también puede preñar el futuro de buenos augurios. En cualquier caso, las buenas obras de arte interrogan a lo incomprensible; cierta organización de las comunidades humanas, los meandros del azar, nosotros mismos y nuestros anhelos ciegos.
Una virtud de la película es su metáfora prescindible pero presente y su suspensión de la incredulidad, a pesar de sus giros, que no relataré aquí. Quizá sea porque a veces es tan caótica y dura que se parece a la vida. Quizá nuestros días no solo son más extraños de lo que pensamos, sino más extraños de lo que podemos siquiera imaginar.
Dundalk contempla los ojos del anochecer con la mirada descansada de quien sabe más de lo debido e inquieta de quien sabe que eso no garantiza nada.
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