Hoy, hemos perdido relevancia ante lo simbólico y creemos que nuestro tiempo es el único posible y agraciado, lejos de la tiniebla. Quizá pueda ser así en muchos sentidos; juzgamos el tiempo por los frutos materiales que ofrece, y éste no admite comparación. Sin embargo, hay en los ritos pasados y cada vez más caducos una idea poderosa y profunda. Hay algo que nos ata desde la noche de los tiempos hasta el futuro inconcebible, un hilo robusto e invisible al que debemos ceñirnos para darnos vida. Quizá en ese sentido, la expiación es una promesa sólida y emocionante. Reconocer el pobre barro que nos forma y desear cocerlo en un horno de experiencias que nos dé un sentido.
No sabía de que escribir hoy y me ha dado por esto. Supongo que llevamos ya meses avanzando los pasos en una espesura acuciante, con los brazos arduos de sostener un ánimo y los oídos heridos de oír en la oscuridad a todos los perros del rencor. Puede que también las causas justas hagan ronca la voz: no conozco otra justicia que la generosa e indulgente. Quizá la inflexible lleva a un lugar mejor. Me resulta muy difícil creerlo.
Un tiempo para examinarse y crecer por dentro, nutrirse de las experiencias breves que en el momento difícil se nos muestran tan gratas. Un tiempo de siembra para que la esperanza haga el resto. Un tiempo de silencio fértil y la calidez del encuentro. Dublín acaricia el lomo del río encrespado que va hacia el corazón de una gran negrura, entre viento y miradas tardías. Es tarde para ignorarlo todo, pero aún es pronto para perder la fe. Los mercantes abren sus vientres para recorrer la espalda del abismo y aquí quedamos nosotros, lejanos y tranquilos, pidiendo salud, afecto y un hilo de luz de luna con el que volver a casa, aquel lugar que hemos consagrado al vivir de hoy, lacerante, festivo y que es para nosotros, para siempre.
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