Lo vi dos veces, al pasar y al volver, apresurado bajo la llovizna. Admito que la segunda vez relajé el paso. Calzaba unas botas desgastadas y resistentes. Fatigadas, mostraban al brillo de la luz varios matices de un color apagado. Los vaqueros le quedaban algo grandes; quizá era su movimiento lento alrededor de sí mismo. Llevaba un abrigo con capucha, no se la había puesto. Con ella parecía llevar un peso en los hombros, que inclinaba hacia adelante. Desgarbado, con barba descuidada y el pelo escaso y lacio, daba una estampa de aquel que se ha dado cuenta hace poco de que ya no es joven. Puede que fuera esa hermandad súbita nuestra la que me movió a compasión.
Estaba en pie en medio de ninguna parte, del paseo que acompaña al río. Miraba una inmensidad que yo no llegué a ver. Puede que hubiera algo entre la luz intensa que prodiga el sol blanco del invierno al mediodía. Sí, sí, debía ser eso: la blancura centelleante de la ballena, del día que se escapa como la ternura de la leche materna en la adultez, las promesas robadas, el brillo perverso del país de las últimas cosas.
Comía de un tupper. Cerca había una gaviota. Se habría aproximado para limpiar las migas. Cuando se dio cuenta, le echaba algunas sobras después del penúltimo bocado. Jugaban un juego de cortejo y desconfianza, tratando de no acercarse demasiado pero no alejarse del todo. Ella se posaba en el fin del paseo y a veces se acercaba a picotear los restos. Él se alejaba un paso para mostrar que no había nada que temer en él. Supongo que así nos hace la vida: erizos que se mueren de frío. Y con todo, parece que todos necesitamos proteger la vida. Alguien que pueda sostenerse por nuestra mano, en fin, ser los centinelas de algún desamparado. Aunque nos engañamos; no sabemos ya conceder a la fragilidad que venga a nosotros su reino.
Seguí mi camino bajó una cortina de agua y niebla. La gaviota se habrá ido a buscar un refugio, o un mar, o un cielo. Él quizá siga cerca, en medio de una calle ajena, viendo pasar la gente o arrastrando su soledad en los callejones donde reinan los gatos. Espero equivocarme con él, pero si no era él, son muchos otros. Sumando un dolor sordo a la ciudad que grita, escondiendo su paso de los transeúntes, deseando y temiendo a la noche. Preguntándose si pelear mañana.
No parece que vayamos a despertar pronto. La noche cae como un telón lento y una pesadez se siente en los espacios abiertos, que antes eran para la luz y la energía. Hoy, las ondas se levantan desde la mar y llevan en su ritmo pausado las respuestas de mañana. Vivimos demasiado rápido como para que eso nos afecte. Queremos todo y ahora. Puede que la soledad sea el único lógico fin a todo eso. Una extraña luz aún se resiste a la sombra y deja un jirón en el cielo. En algún lugar una gaviota surca el aire, contemplándolo todo.
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