Estas últimas semanas he estado un poco cansado de mí. Suele pasar a veces. Cuando cada día parece de un Noviembre lluvioso, cuando no sé la edad que tengo pero me siento tardío para casi todo y demasiado frágil para lo que importa, cuando hay un viento de majestad que parece despreciar lo que no reluce, cuando la mancha sobre el alma gotea sobre el tiempo, trato de buscar remedios. Hay algunos efectivos: el desprecio. Hay otros displicentes, el refugio en la imaginación que vuela donde quiere; donde la realidad no le deja. Hay algunos simples y gozosos. He estado viendo algunas películas y leyendo fragmentos de libros de cuando era niño. Comparado con lo de hoy, quizá con mi visión del mundo y de lo que acontece hoy, siento que brota de ellas un hálito fresco, la esperanza.
Quizá es más feliz el que cabalga hacia un horizonte que quien se sienta en un trono antiguo. Inquieta es la cabeza que porta la corona, escribió el Bardo. Puede que mientras alguien trata de conquistar el reino, las heridas duelen menos. Comparada con la ficción y la visión distópica, oscura, amarga, de vuelta de todo, reaviva ver tiempos en los que personajes aún sienten grandes esperanzas, los creadores se atreven a tratar de despertar la ternura del encuentro en lugar de avivar la llama instantánea de la furia y la soledad en un mundo injusto contra cualquiera para halagar al espectador.
En los límites del lenguaje vivimos todos. Nos envuelve, nos moldea, otorga sutileza y filo a lo que podamos pensar. En el ampliamente compartido hoy, existe un ansia de épica heroica, de valentía que nunca duda de ella misma porque nunca tiene nada que perder. Como los que danzan como derviches sobre lo asentado para poder seguir vendiendo novedades antiguas, propongo una diferencia: contra la valentía del invencible, el coraje de lo frágil, de lo que peligra. No el puño que destruye, la mandíbula que se aprieta contra la nevada que azota el rostro. El coraje de vivir porque se desea vivir, el de la esperanza contra las voces que viven del miedo y el rencor, el de la sonrisa contra el frío que yace afuera. No es fácil, pero nadie dijo que lo fuera. Y la tormenta acabará iluminando la noche, lo queramos o no.
La noche es suave. Un poco más cálida de lo habitual aquí, lleva rumores en su seno. El río pasa tranquilo hacia el mar, pasando por el puerto, donde las luces muestran la actividad que dará de comer mañana a las ciudades que descansan. Sombras pasan doloridas contra las luces, esperando un nuevo sol que haga brillar las olas un día mejor que está por venir. Los viejos sueños eran buenos sueños, dice un personaje de una película del gran Clint Eastwood, que hoy cumple 91 años. No se cumplieron, pero me alegro de haberlos tenido. Y que queréis que os diga. Esa es la esperanza, el afecto, el coraje de vivir. Y su fuerza permanece en el remanso del caudal de un mar que llama para mostrar el mundo, más ancho y más ajeno de lo que podríamos imaginar, aunque nos pongamos la coraza porque nos sigue dando miedo y la corona del pasado agita fantasmas en el porvenir airado. Coraje de vivir en este tiempo agrio, de delectación por la muerte y lo caído y asalto despiadado a la inocencia.
Los viejos suenos clint eastwood