Todo fue como un sueño, como el febril sentimiento de la realidad abierta en canal, una revelación confusa. Supo que sería rico y los dones serían concedidos prolijos a sus días. Volvió a casa temblando, y su madre lo abrazo como si fuera un pajarillo herido. Frente a la lumbre, veía figuras esquivas en el fuego y bailando contra la pared y supo que eran mensajes que solo él sabía ver.
Prosperó en
fuerza y en conocimiento y supo que el mundo solo espera a quien sepa
conquistarlo e implora por el dominio. Se embarcó en aventuras y se acostumbró
a salir airoso de todas. Cada vez más holgado, seguía arriesgando y
conquistando. Nada podía detenerlo. Su mirada se hizo más decidida, cruel,
heroica y terrible. La nieve caía entonces como siempre cae, placida y dulce,
escondiendo su luz en lo que nos eleva y nos hunde. A través de su velo, Hans
peleó, prosperó y se defendió del destino, se alzó de sus limitaciones y creyó
que la vida le sonreiría siempre.
Todo llegaba a su
puerta, todo pasaba por él. Los préstamos a exploradores lejanos que
arriesgaban sus vidas junto con el patrimonio empeñado, las armas de ejércitos
que fueron nada y ya son polvo, los ropajes y los perfumes, el metal y la
sangre, todo fue suyo y todo lo acrecentó. Las pieles de animales exóticos,
aunque no deseaba ver su registro en los libros: le recordaban horas felices
pasadas. Su familia no pudo superar la pestilencia de una primavera maldita.
Los metales preciosos, las gemas y las especias que abren las puertas de otros mundos.
Todo pasó por sus manos. Como Craso, deseaba arañar la felicidad en sus cuentas
y por un tiempo, logró identificarlas.
Hasta que llegó
su hora.
Siempre había
sabido que el final traería hiel. Lo había visto sin saber comprenderlo, hasta
que los años añadieron su peso y lentitud. Podría haber elegido el conocimiento
y reflexionar junto con los sabios idos en sus legajos. Se hubiera unido a los
Husitas y haber defendido un rostro diferente de Dios. Tras la escaramuza de la
montaña blanca, rudos soldados no hubieran tenido piedad de su temblor ni de su
luenga barba y quedó inerte en su biblioteca menguada. Pudo haber deseado el
poder con su espada pendiendo sobre su cabeza frágil. La debilidad se
acrecentaría mientras las facciones crecerían en fiereza y al final, su propio
hijo cumpliría lo que su angustia había anticipado cada noche desde hacía
muchos años. Inquieta es la cabeza que porta la corona.
Pero la que
eligió fue la del declinar lento y la soledad. La fortuna se iba, la audacia se
tornó temor. Los días eran un camino oscuro entre árboles que formaban
amenazantes siluetas e iluminados por la trémula luz de una luna menguante. Y
también la luz de sus ojos se apagaba sin fuego en el que descansarla. Una daga
que había recibido como un obsequio desde oriente a cambio de un pago generoso
de una remesa de clavo y canela, le hablaba desde su filo. Siseaba maliciosa y
el veía su rostro cansado en su brillo vivaz. Una noche, ella quiso que él la
cogiera y le habló. Hans respondió, ‘¿Me dices la verdad?, ¿será rápido?’ Y una voz profunda y ronca le contestó ‘Te
digo la verdad, Hans Vogler el Afortunado. Lo prometido debe ser cumplido.
Rápido cumpliré tu deseo. Deprisa te daré muerte’. Hans asintió.
Y ella bebió su
sangre.
La realidad, tal y como somos capaces de contemplarla, obedece las reglas de nuestra gramática, piensan los que aún persiguen una cifra, una palabra o un signo que pueda modificar o simular la memoria y la ilusión. Incansables, siguen buscando. Creen que si una llama se encendiera, todo habría sido distinto. Nos sabríamos asomar a un innúmero de perspectivas. Ellos creen, aunque la vida pase en sus disquisiciones. ¿Crees tú, lector?, ¿serías capaz de inflamar tu vida en el apogeo de una pasión? Nadie sabe el final de todos los caminos y es un empeño audaz tratar de atraparlos todos en una tangente entre el lugar y el tiempo.
Nadie ha visto las centellas que ofrecen un mundo nuevo a cambio de pedir una vida, según dicen los textos antiguos. Ha habido susurros y rumores de su aparición y su destino amargo. La flecha del tiempo sigue apuntando hacia aquel lugar sombrío que acaba en decadencia, desaparición y olvido. En las ciudades hoy la electricidad espanta los miedos y los ríos llevan su carga sin que nadie los mire. Las gotas de lluvia tiemblan contra la ventana, los pájaros se esconden de las tormentas. Si hay otras vidas y una visión divina que contemple cada meandro de la realidad, no lo sabemos. Si es posible vislumbrar las luces de un infinito que ciega el velo de una ilusión, no podemos conocerlo. Quizá en la pugna de los iniciados aún con esperanza esté su iluminación inconsciente, irónica: Dejar que los días traigan sus propias respuestas y para las preguntas incomprensibles, tratar de ordenar a nuestro propio modo la arquitectura del caos a la que llamamos vida.
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