La oscuridad se cernía sobre la silueta de la ciudad. Sombras y niebla acogían las leves luces de los callejones. Allá hay un farol, allí alguien pasa raudo con su candil, más lejos unas sombras titilan, se funden y se desprenden de la oscuridad en tonos difusos y movimientos periódicos. Qué yacerá allí, Hans no lo sabe. Sus ojos estaban acostumbrados a las oscuridades y no prestaba mucha atención, hasta que la vio.
Rebosaba calidez y
armonía. Venía de otro mundo mejor sin acabar de posarse en este. Hans pensó
que serían fuegos de San Telmo que los marinos de los mercados contaban a los niños
para asustarlos y en los que él había dejado de creer desde que era ya un
hombre. Así le habían dicho, tú debes proteger a tu madre como un hombre y
pronto también traerás pan a la casa. Hans se sentía emocionado de una forma inconcreta por la necesidad
que había de él y confundido por su exigencia. Sea lo que sea ser un hombre,
pensaba, no parece traer ninguna señal o remedio. Hasta que la señal se cernió
sobre él y conmovió sus ojos.
Todo estaba en silencio. Era ya hora de estar en casa, la hora en que el borracho y el pendenciero ocupan las calles y los problemas aparecen, las horas en que los imprudentes pueden hacer estragos con sus vidas ordenadas hasta entonces. Mas nada importaba en ese momento. La luz parpadeaba contra el fondo de sombra e iluminaba un camino que el velo de la noche transformaba. Lo que era cotidiano parecía nuevo, afilado, peligroso. Hans, sonámbulo en la fantasía de la centella, la seguía como sigue el inconsciente al destino o el cazador a su presa, con el temor asfixiado por el deseo. Y entre las callejuelas y los portones, el rumor del río embravecido y el viento gimiendo contra las veletas, caminó tras ella.
Hay quienes siguen estudiando los símbolos y las declinaciones de la libertad perdida. Hay otros, la mayoría, que arguyen que la causa se ha desvanecido. Para perdernos, se nos dio el afán de búsqueda, dicen. La respuesta se ha fragmentado y perdido, yace en ciudades sepultadas bajo las dunas y en ciudades arrasadas por bárbaros, consumidas por el fuego y borradas en ríos incansables. Seremos esclavos en este rito de iteraciones y olvido perpetuo, para volver a cubrir las mismas pisadas y fatigar el silencio con las mismas palabras. Solo los que conocen y no tienen fe están desesperados. La mayoría sigue con sus vidas, tratando de construir sus figuras de nieve bajo un sol implacable, ignorantes de su sino y alegres en su condena. Entre ellos, muy pocos, cada vez menos, aún mantienen la llama de una esperanza revolcando anaqueles, archivos y figuras, buscando su momento de súbita comprensión que irradie el Universo y libere su embrujo. Aquel momento en el que una vida de alguien, acaso cada vida tiene su propia oportunidad aparejada, susurran en sus conversaciones turbias, pueda salir de la rueda maldita. Aquel instante en el que todo pueda cambiar por un segundo, pero para siempre.
Ajenos a sus cuitas, los gatos maullan en la oscuridad contra el callejón sin salida de cualquier ciudad sin calma, con una luz intranquila que descubre las tuberías, cuerpos de arpas oxidadas. En una habitación a media luz, una duermevela busca aquel instante y, en él, todos los secretos.
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