Nevaba frente a la estación, con esa pausa íntima que en ocasiones el cielo hace coincidir con un estado de ánimo, un impulso de raíces ignotas. Ella paseaba su mirada interrogante sobre el edificio que se recortaba contra las nubes negras, abrumada: Lo que nos acaricia y lo que nos hiere tiene manos invisibles.
- Aún quedan veinte minutos- dijo en un tono maquinal.
-Sí, respondió él. -Mejor nos tomamos un café antes.
-Oh, no me apetece ahora mismo- dijo ella, y vio como él se alejaba hacia un pasillo de la estación, que estaba tan tranquila como la panza cálida de un animal de compañía durmiendo.
Todos los viajes son arduos, porque siempre llegamos demasiado pronto o demasiado tarde. La angustia, el temor, la excitación, la agonía y el momento de comprensión súbita son una madeja que uno solo puede tomar o dejar en el momento, un poco a ciegas, como los prisioneros que caminaban por mazmorras buscando la luz de la libertad. Luego, con el tiempo, los nudos aflojan, algunas cuerdas caen exangües y entonces cada parte ocupa su sitio. Culpa, promesa, redención, sentido. Ya no importa. Todo quedó atrás hace mucho y ya no puede ser de otra forma.
El humo de la máquina llenaba la vetusta estación de una cierta excitación y brío; era como si el tren llevara con él la oferta de la llegada a otro mundo completamente distinto, totalmente nuevo. La promesa de un olvido. Ella no recordaba cuando había cambiado y comenzaba a intuir que era un enigma sin respuesta ni sentido. Nunca había dejado de cambiar y nunca lo haría, como si fuera cientos de siluetas hechas de cartulinas de colores distintos unidas por un cordel finísimo que hay quienes llamaron yo y otros llamaron nada.
Él se acerco, sonriendo levemente. Su barba perfilada pero algo descuidada añadía cansancio a su gesto lento. Ni siquiera él, solo ella sabía que también él estaba devastado, acurrucado contra la vida para protegerse de sus golpes ubicuos e implacables. Acaso es así con todos. Envidiamos a los demás por no ser nosotros y perdemos el tiempo lamiendo cicatrices de heridas. No tenían disculpa; ni la sombra de una melancolía, ni amargura del pasado, ni sombra de una sospecha. Bajo los arcos silentes, poderosos como los gigantes de la mitología que erigían una gruta para los secretos prometeicos de la vida moderna, humor, velocidad, acero, carbón, fortaleza, electricidad, ellos se cobijaban para ir a un lugar que ya conocían y tratar de buscarse entre sus muros de nuevo.
Miradlos. Cansados, decididos, aún vivos. Resistentes contra la usura de los días, el lento goteo constante de rutinas y frustraciones que sobrellevan, llevamos, esperando que de pronto un rayo de luz rasgue el cielo cerrado. Caminan hacia el andén, sabiendo la danza de movimientos del otro y adaptándose a su ritmo en el sutil acto de caminar hacia cualquier lugar. Valientes, no saben hacerse ilusiones sobre el nuevo engaño que siempre propone el alba. Sí, sí: mañana será igual. Ya no tienen nada que darse, salvo una presencia corpórea que asume el sitio de su soledad. No es una ingenuidad creer que no es poco. Él arrastra los pantalones, amplios como los de un soldado que ha pasado innumerables penurias. Ella lleva el pelo desmadejado y solo piensa en acomodarse en su vagón y cerrar los ojos, tal vez soñar. Se acercan al revisor mientras la chimenea se agita y la locomotora comienza a temblar. A lo lejos, los raíles reptan más allá de la boca de la estación y se unen en un punto difuso del futuro, acaso, al que nunca sabrá nadie llegar.
Subieron despacio al vagón. Él después de ella, rozándose la mano casi sin querer, a años luz uno del otro.
Pasaron tiempos raudos e inmóviles, como siempre los percibimos, con exageración. Otra nieve, otras estaciones y otros veranos, vacaciones de playa, los paseos por el campo, las promociones y los desencuentros de aquellos a los que sonrió la fortuna y una sucesión de penurias y hastío para todos los otros. Siempre la ficción tan incomprensible como lo real. Siempre de frente, como un espejo deformante que divierte al principio y que aterrorizaría si nunca pudiéramos dejar de verlo. Siempre el rumor sordo de la lucha por debajo de todo. Y aquí estoy, tecleando las últimas frases, una luz en una ventana lejana que es otra de las ventanas con luz que un paseante vería, mientras las aves duermen, una brisa cálida amansa el lomo de la noche y a mí me lleva a ellos, a su propia pelea y sus desencantos, a sus euforias y alegrías, a su capacidad de arraigo y su fuerza para luchar contra sus cadenas, a mí, que he visto sus vidas sobre una ventana en una noche apacible de junio y estoy también lejos de cualquier mundo ahora...
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