Recuerdo vivamente una reflexión de José Saramago en El evangelio según Jesucristo. Habla de Dimas, el mal ladrón crucificado junto al Cristo, un hombre admirable que no quiso colocar todo el peso de su vida en la balanza del último instante, dar ni pedir tregua al destino. Como gesto de suprema libertad, renunció al paraíso si significaba renegar de su elección, y le negó la mirada.
Me acuerdo de esa afilada descripción cuando veo los festivales de la virtud, que son los de la ira avergonzada que trata de disfrazarse. Pocos han sabido resistir la marea que nos empuja, las mayorías que se agrandan al tiempo que se autoconvencen. Desde luego, han pagado su precio por ello. Después, el reflujo trajo otros restos y quienes no sufrieron el azote antes, se otorgan la portavocía de la nueva muchedumbre. Narran sus desdichas, la víctima es el héroe de nuestro tiempo, detallan como fueron empujados al mal y a la tentación por otros. Los que no tragaron no serán oídos. La voz de la masa es la voz del instante, porque es el instante el que convoca a la masa y necesita su agitación perpetua. Por eso la fuerza más poderosa que mueve al mundo es la mentira.
En fin, escribo generalidades y soy injusto con unos pocos justos que merecen admiración. Es solo que la mueca amarga del arrepentimiento es menos fotogénica que las lágrimas enrabietadas, que el ocaso se desliza bajo los muebles y una solitaria luz tiembla allá a lo lejos y se perderá para siempre. Hay veces que escribir es escribir en la oscuridad sin pensarlo mucho. Yo doy todas mis palabras por un hombre en paz. En los ventanales frente a mi balcon, la luz del crepúsculo se contorsiona y convoca un brillo extraño. Me gusta pensar que es el reflejo del mundo real y que la verdad fugaz que muestra retornará algún día de la nueva primavera, cuando una lluvia cálida se posará sobre las generosas lágrimas.
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