He visto una foto de gerifaltes rodeando a las Meninas. Servidumbres de la actualidad aparte, he recordado el punzante verso de Cernuda, cómo admiran las gentes al genio una vez muerto. Es curioso, enaltece y humilla según la perspectiva pensar el rastro que el espíritu singular deja en el alma del mundo, ese torbellino de impresiones y malentendidos que reconoce a unos, ignora a otros, confunde a todos. Décadas, siglos después, el ignorado, el vencido a veces alcanza alturas olímpicas. Por supuesto, muchos de los favorecidos de la fortuna de su época experimentan el sino habitual de la mayoría: llegan antes a la meta común, el olvido. La imagen de presidentes y ministros junto a Las Meninas crea otro cuadro aparte, escabroso e irónico. Lo que estás mirando te mira. Lo que te parece real y robusto puede que sea una ilusión. La vida está en otra parte.
No soy un experto en nada, menos en Velázquez. De lo poco que sé, me resulta cautivador su juego consciente. Me parece que todo arte es un juego de comunicación en el que hay quien propone un juego, entrar a un mundo propio con reglas distintas, que se parece a todas las subjetividades que debemos perfilar para llegar a un acuerdo sobre el mundo. Las personas corrientes lo hacemos con la costumbre, los artistas con el enigma de la belleza, acaso el único grado de lo terrible que podemos vislumbrar sin resultar cegados. Ese juego imita a la realidad para devolverla cambiada, si uno es capaz de encontrar el hilo de comunicación que el creador propone. En otro caso...bueno, esa obra no es para nosotros en el momento en que nos llega. Será para otros.
Velázquez, como Cervantes, parecen cuestionarse la verdadera naturaleza de la realidad, lo que es real y lo que nos engaña, lo cierto y lo aparente. En las meninas el juego de miradas y personajes llena de densidad el aire entre ellos y detiene el tiempo pero, ay, nos oculta el cuadro al tiempo que lo abre de par en par para introducirnos en él. ¿Hasta qué punto? Imposible saberlo. Es imposible saber el grado de locura de Don Quijote, la monomanía de Ahab en su infatigable búsqueda de la ballena y la perdición, quien está tras el proceso de K, la razón de la música, las impresiones de los colores, el minucioso efecto de las palabras engarzadas suaves. Solo queda el devenir constante y los reflejos engañosos, o no tanto, que nos prestan. San Agustín tiene una imagen muy poderosa y bella: viene a decir que los humanos estamos de espaldas a la luz y, por tanto, somos capaces de ver lo que la luz alumbra, nunca la luz misma. Puede que el arte sea solo el jugueteo de imaginar esa luz para llenar con algo de verdad los días.
Cae la noche en esta parte del mundo, mientras el sol despierta otras. El cielo esta encapotado y las nubes negras parecen vigorosos trazos oscuros contra un cielo donde la última luz aún destella un brillo postrero. Todo depende de que mañana no sea igual, que haya una luz levemente distinta, una idea, un sentimiento, una percepción que recuerde a otras pero se diferencie para que la existencia sea un poco más honda. La luz se refleja en las cristaleras de las oficinas y los callejones de arpas oxidadas tras los tumultuosos lugares. Los mandamases seguirán y se irán después de ser hoy parte del cuadro que los acoge a la vez que se refugia entre ellos. Velázquez, Nicolasito Pertusato, Margarita y los otros están más allá pero aún no se han ido, envueltos en esa sustancia entre el ser y el no ser que nadie puede contemplar sin un asombro extraño. Unos y otros siguen, seguimos tratando de encontrar las mismas preguntas que buscamos todos. Cuál es la realidad del mundo, cuál su esperanza, qué es la verdad, dónde se encuentra la verdadera vida, la que nunca está ausente, en qué lugar aguarda la felicidad, dónde está el cuadro.
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