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viernes, 4 de noviembre de 2022

La ciudad y la noche. Cuatro de noviembre.


Hay cielos estremecedores porque en ellos se adivina el vacío. Transmiten el silencio sin fin, el que no rompen los seres tras las ventanas, ni los vehículos, ni la paz rumorosa de la primavera. Amalgaman nubes sucias con humo incontenible que vomitan las chimeneas. Los edificios se alzan para ocultar el mar. Los raíles unen ninguna parte con el futuro que nos olvidará. Las paredes  lisas extienden una sombra que se desploma sobre espacios vacíos, en una quietud inevitable, fantasmal, de hastío y abandono. Y el tiempo pasa detenido incesantemente, como una gota de lluvia se desliza en las ventanas del otoño, como la sensación del alma de que la vida se halla ausente y escapar es arduo porque no aparece sitio al que ir. Una tragedia irrelevante.

Me gusta el estilo expresionista de este paisaje urbano. Creo que todo arte, como todo lo que hace un ser humano es un intento de comunicación, con mejor o peor fortuna. Este cuadro es conmovedor en su ensimismamiento, como si su atracción oscura invitara a desear escapar de allí, pero a vivir también, o acaso sentir que las ciudades, tan llenas de gente y de movimiento en realidad carecen de una vida. Su horizonte es de hielo, uno que quema y corta, para mí más candente cuánto más frío aparece. Una desolación calmada, una desesperación elegante mientras la luz mortecina detiene el tiempo y sus hipnóticas formas atrapan la parte de la visión interior que da a lo que no se sabe nombrar. Un silencio que chilla, haciéndose pedazos.

He conocido al artista, Mario Sironi, gracias a un libro estupendo, M. El hijo del siglo, acerca del nacimiento del fascismo. Lamentablemente, como gran parte de la vanguardia asociada al futurismo, Sironi cayó en una doctrina deleznable, que impulsó sus temas y sus abandonos. Otra lección de tragedia, una real que nadie puede embellecer. "No hay pintor que valga sus pinturas", dijo de él Gianni Rodari, escritor y simpatizante comunista, que lo admiraba y lo reivindicó. En palabras de Picasso, fue el artista más grande de su tiempo. Quizá exageraciones, quizá sólo palabras. El arte no debe someterse a las tablas de clasificación; todo lo que nos completa queda fuera de mediciones y párrafos revueltos llenos de hojarasca.

Nadie sabe en que abismo abyecto puede derrumbar su alma, ni el enigma del talento. Un comensal de Mussolini, que sentía la ronquera de su odio agitando su propia piel, llevaba dentro un mundo hermoso y desolado. Pero de esto ya han hablado otros y en realidad no se puede hablar demasiado: el genio se extravía como cualquier otro con los vaivenes del mundo.

La pintura sigue impresa levemente en mi mente aún, difuminada, y aún vuelvo a ella. El tranvía parece crear su camino mientras se adentra entre los edificios y el final de la avenida agoniza bajo una luz templada y siniestra, los tejados relucen porque nadie vuela encima de sus copas y en todos los lugares hay almas muertas. Mi ventana da a una tiniebla espesa, el tiempo pasa y el día parece eterno, del ocaso al alba escondido y una pintura metafísica se forma allá abajo, con el río y los paseos solitarios, con los edificios poderosos y las ruinas de las obras, las grúas y el mar. La ciudad es noche y lo será durante unas semanas. Nosotros, que ya sabíamos, buscamos una llama que de calor y luz en los rostros, una nueva forma de mirar que extraiga la belleza de los abismos, de las rutas de lo cotidiano, casi una armonía...casi una fe.


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