No os miento si os digo que los premios me importaban. En pocas palabras, deseaba, acaso necesitaba, la validación de otros acerca de mis propias opiniones. Cuando imagino cómo me despreciaría mi yo de ayer acudo a lo que recuerdo de él, y su dogmatismo recurrente y el modo de aferrarse a una opinión porque le daba más valor a su comodidad intelectual que la búsqueda de la verdad me reconcilian un poco con mi duda infinita presente. La realidad me parece poliédrica y elusiva en ocasiones, casi siempre en lo que importa...en fin, no aprecio mucho esos rasgos pasados de mi carácter y espero haberlos aliviado. Me incomodan quienes se abrazan a cualquiera de sus motivos para pasar por encima de los demás como un vendaval de ego y ceguera voluntaria.
¿Qué es mejor, qué peor en el arte? Resulta difícil aventurar respuestas universales. Acaso una de las pocas válidas es que es el conjunto de méritos que ningún jurado tiene en cuenta nunca cuando desea otorgar premios. Se martillea con la idea de que no importa tanto la realidad, sino el relato que se construye con ella. Esa miseria intelectual desborda la mentira, puesto que decide que verdad y mentira son categorías que no tienen sentido. Me preocupa esa idea obviamente autoritaria y también el espíritu de la época en el que el arte parece haber renunciado a ofrecer una representación del mundo, la ausencia de realidad sustituida por la exposición de baratijas de moda. Por problemática y resbaladiza que sea, deseamos vivir en una verdad, como en un témpano de hielo sobre la mar gélida. No me parece extraño que a fin de cuentas esta contradicción interna sea resuelva apelando a autoridades, jurados, premios. Una falta de jerarquías apuntala el poder hasta cierto punto, el punto en el que el poder debe apelar a una justificación propia para evitar su caída. ¿Pero por qué me importaba quien ganaba un Oscar, un Planeta, un Nobel? Hoy me parecen partes que se necesitan de la misma mentira: La sugestión de que hay un valor para tu vida que debe ser impuesto desde fuera, desde arriba, por tu propio bien. Y me asusta imaginarlo.
Detesto el clima moral de la época que habito. Veo que la mezquindad y no la nobleza recibe recompensa. Siento que la sensiblería impostada destierra la sensibilidad. En fin, contemplo que la fuerza bruta destruye con su estupidez cruel los destellos de inteligencia, como las voces del coro desean apagar cualquier voz individual, sin dudas, jovialmente. Deploro el gregarismo y temo la furia santa de la masa. Veo en ello lo que desearon que fuera, lo que tratan que seamos, lo que somos educados a ser: críticos a favor de corriente, adormecidos en una calma plácida que autoridades y dirigentes abonan con mentiras. Requeridos del calor del rebaño para no ser despojados. Incentivados en tomar el rumbo preciso, el que dirigen los que dan premios, validación, imagen, reputación, para recibir su aprobación y sus ventajas. Es abyecto, hipócrita, tenebroso. La necesidad de validación de la mayoría conduce a monstruos conocidos. Ser un tonto útil solo requiere ser tonto; la utilidad la encuentran otros. Me parece vivir en un tiempo en el que se ha vuelto heroico y arriesgado remar contra la corriente. Tener héroes es bueno, pero necesitarlos desesperadamente es dramático. No, no importan los premios, ni las opiniones, ni la crítica. Importa estar en el lugar y tratar de hacer una diferencia. Nunca seguir a una mayoría para hacer el mal. Lo demás no cuenta.
Ya atardece temprano y el ánimo se resiente, llevado entre las sombras de una ciudad que lleva el frío entre sus huesos de acero. Como tripulantes de un barco fantasma, avanzamos hacia la noche y nuestras canciones no saben apagar las luces que desde remotos lugares, otras almas singulares han dejado. Su recuerdo puede ser doloroso, pero ellas marcan el camino. Y entre las olas cansadas y tierras olvidadas y puras, entre el cansancio y la desmemoria, el dogmatismo y la duda, aún la nave va...
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